En un excepcional diálogo de la película La gran belleza, de Paolo Sorrentino, el personaje protagonista y escritor Jep Gambardella alaba la respuesta que da uno de sus excéntricos amigos a una inapropiada acusación de misoginia. «Soy misántropo, no misógino», se defiende el acusado, a lo que Jep exclama: «¡Bravo, cuando se odia hay que ser ambicioso!». Y de ese odio ambicioso, corrosivo y envenenado que lleva al hombre a la misantropía sabe, quizá más que nadie, el protagonista de la serie que en esta rentrée les traigo, el doctor Gregory House, encarnado por Hugh Laurie, en la serie homónima que pueden encontrar en Netflix o en Prime Video. House nos cuenta la evolución, entre caso clínico y caso clínico, de la vida del médico diagnosticador más brillante de los Estados Unidos, quien tras una mala praxis médica quedó cojo de por vida. Muleta en mano, House avanza amargado, sarcástico, cínico, maniático, narcisista, cascarrabias y, por supuesto, misántropo, por los pasillos del hospital Princeton-Plainsboro y los capítulos de la serie, guiando a un equipo de doctores que se ocupan de los pacientes más complicados de salvar, esos desesperados y rechazados por otros, una especie de último tribunal de apelación.
House, que cree que lo que necesita para salvar vidas es sencillamente profesionalidad y objetividad, descubre que en la ciencia médica no todo es ciencia, que hay mucho de empatía, confianza, cariño y, si me apuran, hasta fe. Y es entonces cuando su misantropía, aunque latente, avanza a pasos agigantados hacia otra forma de ver la vida, en compañía de amigos e, incluso, amores, que la reducen y merman como la quimioterapia con un tumor.
No quiero dejar de mencionar el parecido con el personaje de Sherlock Holmes quien, humanizado por el doctor Watson, la señora Hudson y el inspector Lestrade, supera, si puede decirse así, su misantropía patológica. ¿Será que las historias son siempre las mismas? No lo sé.