Si este abrazo no nos conmueve, quizás nos falta humanidad. Es una de esas imágenes que no podemos dejar de ver sin que nos muerdan por dentro. Además su historia tiene nombre y apellidos: Ramí al Shakavji es el protagonista de este abrazo interminable del que no quieren salir ninguno de los que están dentro. Su vida cambió por completo el pasado mes de abril cuando se cruzó con la del Papa en Lesbos. Él era uno de los refugiados sirios musulmanes que Francisco metió en su avión tras las cinco horas que pasó en los campamentos donde se hacinaban miles de personas en su huida del ISIS. Junto a él, llegaron a Roma su mujer y sus tres hijos, que ya hablan un italiano envidiable. El solo repite, como si necesitara convencernos, que ha pasado del infierno al paraíso.
Volvamos al abrazo. Emocionada y sin creérselo todavía está su hermana Messra junto con sus hijos, a los que Ramí no veía desde hace seis años. En la guerra ha perdido marido, familia y casa. No le quedaba nada más que sus hijos, a los que quería salvar del horror. Por fin lo ha conseguido gracias al corredor humanitario impulsado por la Comunidad Sant’Egidio con la ayuda del Gobierno italiano, la Federación de Iglesias Evangélicas de Italia y la Mesa Valdesa. Ramí, su hermana Messra y sus familias no han tenido que sufrir la suerte de tantos otros, centenares, que día a día mueren intentando cruzar el cementerio en el que se ha convertido el Mediterráneo. Justo cuando se estaba produciendo este abrazo, yo acababa de conocer a Mina, una pequeñaja de 5 años que no dejaba de sonreír. Tenia ganas de darle todo, pero solo tenía a mano un paquete de chicles de fresa, del mismo color que su camiseta. Ella cogió solo un chicle y me devolvió el paquete. Venía de Alepo, llevaba un año escondida en una ciudad sin chuches ni columpios. Ahora ese paquete de chicles está colocado frente a mi mesa de trabajo para recordarme quiénes son los que realmente tienen el nivel de la dignidad por encima del nivel del miedo.
Vuelvo a mirar la foto. Si no podemos enorgullecernos de lo hecho, que nos quede por lo menos el orgullo de lo que no queremos dejar de hacer.