Hiroshima y el anillo de poder
A quien quiera una respuesta de sí o no, de vencedores y vencidos, solo le espera la más terrible de las decepciones. La guerra tiene un culpable, que es Rusia, pero ese reconocimiento no va a traer inmediatamente su derrota
A lo mejor has visto la serie de Juego de Tronos. O El Ala Oeste de la Casa Blanca. Quizá hayas disfrutado de El Señor de los Anillos o de House of Cards. Incluso de la saga Star Wars. En todas ellas se plantea un escenario parecido: el Estado —o la Tierra Media o la Galaxia— como espacio de batalla para conseguir el poder. Parten todas ellas de una lógica hegeliana que entiende el conflicto como única fórmula para la construcción de un mundo nuevo y se supone que mejor. Es el popular «conmigo o contra mí», esa alteridad que en nuestro tiempo se ha convertido en un marco que parece difícil romper.
En la foto de los líderes del G7 en Hiroshima se concentra a gran escala ese mismo abismo que vivimos también en nuestras comunidades de vecinos, en los barrios, en las redes sociales y, por supuesto, en el Parlamento. Señores y señoras firmes, elegantes, que miran al fotógrafo conscientes del peso de la conciencia de la historia que tienen a sus espaldas. Porque ese memorial a las víctimas de Hiroshima es el recordatorio de que el fruto de la lógica del conflicto es la muerte. Por eso, esta foto es, en sí misma, una contradicción. No se puede ir a rendir homenaje a los caídos por la guerra mientras se alienta una nueva contienda. No basta con tener razón, ni con aplaudir a Zelenski, ni con defender que no se puede invadir a las bravas un país. El martirizado pueblo ucraniano, como suele decir el Papa, necesita algo más que armas. Necesita la paz.
Antes de que el ejército de machotes se me eche encima, dejad que me explique. Asumir que existe un conflicto no quiere decir quedar atrapado en él, como también ha escrito Francisco. Y para encontrar la puerta de salida conviene aceptar que debe ser posible la convivencia, asumiendo las diferencias y, en la medida de lo posible, integrándolas. No hay otro camino que no sea la comunión. Porque somos criaturas y, por tanto, se nos ha dado una vocación de unidad. Avanzamos juntos, queramos o no. Y solo rompiendo la lógica del conflicto descubriremos la verdad del encuentro. Que no es una bandera blanca ni un emoticono, sino la profunda y auténtica tierra prometida. Esa comunión de la persona y de los pueblos es nuestro Israel.
A quien quiera una respuesta de sí o no, de vencedores y vencidos, solo le espera la más terrible de las decepciones. Aunque es verdad que muchos se harán ricos por el camino. La guerra tiene un culpable, que en este caso es Rusia, pero ese reconocimiento no va a traer inmediatamente su derrota. En todas las series que citaba al principio, el final del camino siempre resulta amargo. Las victorias lo son a medias y las heridas no compensan. En todas salvo en una, la obra de Tolkien, quien sí entendió que el enemigo no es de este mundo y que el único destino posible del anillo de poder es su destrucción. Porque estamos llamados a vivir para siempre.