Hijos adoptivos - Alfa y Omega

Ser padres es una vocación. A imagen suya, Dios nos llama a la paternidad. Aunque suene a entusiasmo desmedido, es una llamada universal, porque la paternidad es una llamada a dar vida, y la vida se puede dar de muchas maneras. Pienso en tantos confesores, directores espirituales, maestras de novicias…, y también en tantos tíos, amigos, compañeros, que nos han acercado a la fe con un consejo, con una palabra de ánimo, con un modo diferente de juzgar y ver las cosas. ¿No nos han ayudado ellos a nacer a una vida nueva?

Pero hay una forma de paternidad muy concreta, la de los padres adoptivos. En los últimos años, hemos visto aumentar en nuestras calles el número de niños chinos, rusos, sudamericanos, con padres españoles. Aunque cada vez nos resulte más familiar esa escena, sigue habiendo reacciones llamativas. Desde la de algunos vecinos curiosos que miran al niño negro con ojos de asombro, hasta la de quienes exclaman: Los del tercero tienen dos hijos propios, y uno adoptado. ¿Es que el hijo adoptado no es también un hijo propio? Lo es, sin duda, para sus padres, que no hacen distinción; y para sus hermanos, que ni se plantean ese problema. Pero, para quienes no entienden el sentido profundo de la paternidad, permanece como una provocación llena de misterio.

A los hijos biológicos se los espera durante nueve meses; la espera de los hijos adoptivos puede durar años. ¡A cuántas demoras y contratiempos se ven abocados los padres que desean adoptar un hijo! Incluso cuando parece que todo está resuelto, suele aparecer algún sobresalto que demora todavía un poco más el encuentro con el hijo deseado.

En la paternidad biológica, la historia de los hijos se vive en directo desde el principio. Cuando la madre da a luz, el rostro desconocido del hijo aparece ante los padres como algo ya familiar. Poco a poco, los gestos, las muecas, las sonrisas… dejarán de tener secretos para unos progenitores ávidos de acompañar, en su crecimiento de padres, la maduración personal del hijo. Sin embargo, cuando se adopta un hijo con algún mes —y todavía más con algún año de vida—, habrá que asumir una historia escrita con una letra desconocida y, sobre todo, un pasado que hay que abrazar y amar sin conocer, porque es el del hijo. Tal vez, sea un pasado lleno de heridas, que requerirán dosis extra de paciencia, amor y sacrificio por parte de sus padres. Pero ellos aceptan ese desafío y en los casos que conozco, que son ya varios, lo vencen de manera ejemplar.

La adopción ha sido santificada por Dios, pues nos ha hecho hijos suyos de esta manera. Somos hijos en el Hijo. Ninguno de nosotros tendríamos derecho a llamarnos hijos de Dios si Él no nos hubiera hecho hijos suyos, pero lo somos. Somos hijos adoptivos de Dios. Estábamos sin hogar desde que Adán y Eva nos expulsaron con ellos del suyo, pero el Padre del Cielo nos acoge con una generosidad inaudita.

La paternidad por adopción no es para todos. Pero los miles de padres adoptivos que han sido llamados a ella, desafiando las dificultades propias y ajenas para dar a luz de esta manera tan maravillosa, merecen respeto y admiración. Y cuentan desde siempre con la del buen Padre-Dios, que los comprende mejor que nadie.