Helados en Auschwitz
Me pregunto si hay cuerpo sobrecogido con ganas de un helado tras salir de un lugar que es símbolo de uno de los mayores horrores cometidos por el ser humano en el pasado siglo, si es que ese pequeño placer tiene como objetivo aliviar la mala sensación que deja esa visita
Ice love (Amor helado) es el cartel de presentación de esta pequeña furgoneta de venta de cucuruchos aparcada frente a uno de los lugares más conocidos y visitados del mundo, el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, en Polonia, que recibe una media de 7.000 personas al día (hasta dos millones al año). Un mensaje que suena a ironía macabra cuando se lee justo a 300 metros del lugar donde el nihilismo, la barbarie y la ausencia más absoluta de amor llevó a cometer una de las mayores atrocidades de la historia reciente: el exterminio de millones de personas a manos de los nazis. La furgoneta fue instalada a principios del pasado mes de mayo. Y la imagen, al viralizarse, provocó un gran revuelo dentro y fuera de la ciudad polaca de Oswiecim y la denuncia del memorial y el museo por considerarlo «no solo de mal gusto estético, sino también una falta de respeto a un sitio histórico». Pero, superada esa primera polémica, el carrito de Amor helado sigue apostado y normalizado a pocos pasos de la puerta de la muerte, alegando que cumple con todos los permisos y que está ubicado en una zona privada, fuera del recinto del memorial.
Me pregunto si hay cuerpo sobrecogido con ganas de un helado tras salir de un lugar que es símbolo de uno de los mayores horrores cometidos por el ser humano en el pasado siglo, si es que ese pequeño placer a la puerta del campo de exterminio tiene como objetivo aliviar la mala sensación que deja esa visita.
Seguramente la intención del propietario de Amor helado no sea la de atentar contra los sentimientos de nadie, ni tampoco faltar el respeto a lo que este lugar, inscrito desde 1979 en la Lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO, representa. Pero lo cierto es que no son pocas las ocasiones en las que las autoridades del museo se han visto obligadas a llamar la atención por la frivolidad de un tipo de turismo que visita el lugar como el que entra en la pasarela del terror de un parque de atracciones.
Aunque está prohibido el acceso con bebida y comida y el uso de móviles en el interior, hay fotografías que se repiten: un selfi con los zapatos amontonados de los hombres y mujeres asesinados detrás; una foto haciendo equilibrios en los raíles o simulando pincharse con las vallas de espino; una pose furtiva sobre las vías… Todo por echar una experiencia más a esa mochila de imágenes instagrameables en las que la exhibición está más que normalizada. Cierto es que no hay un turista igual al otro y que son muchos (la mayoría, como explican en el propio Museo del Holocausto) los que visitan este lugar con sobrecogimiento y respeto, buscando, quizá, respuestas a aquel horror, honrar a las víctimas o esas lecciones de la historia que deberían servir para que esta no se repitiera. Pero, como dice la escritora Irene Vallejo en su bello recorrido histórico por la vida de los libros, no es una buena época para explicar a los jóvenes y no tan jóvenes lectores que la maldad existe. Con esa tendencia editorial a edulcorar o, directamente, eliminar de la literatura palabras, expresiones o personajes que hablan de lo peor del ser humano privamos de enseñanzas esenciales, cuando, dice la autora de El Infinito en un junco, «hay mucha más pedagogía en la inquietud y en la incomodidad que en el alivio».
Unas sensaciones y lecciones que no deberían suavizarse ni con el más dulce de los helados.