Alfonso Carrascosa, investigador del CSIC y del Museo de Ciencias Naturales: «Hay una laguna en la historia de la ciencia en España»
Está a punto de empezar a publicar una enciclopedia sobre la historia de la Microbiología en España, y dirige en el Centro Superior de Investigaciones Científicas la revista Arbor, que cumple 75 años. En 2018, Alfonso Carrascosa (Madrid, 1961) ganó además el premio Ciencia y Fe de la web Religión en libertad por sus investigaciones sobre científicos católicos
Ahora investiga sobre todo la historia de la ciencia, pero sus primeras décadas como científico estuvieron centradas en los laboratorios.
Durante más de 30 años investigué la microbiología de los alimentos españoles. Los microorganismos tienen mucha importancia en los alimentos, porque por un lado tenemos que evitar la presencia de unos, que nos hacen enfermar; y por otro lado utilizamos otros para hacer alimentos fermentados como el vino, la cerveza, el queso, los embutidos…
El trabajo de campo debía de ser interesante.
¡Sobre todo las catas! [risas]. En trabajado en jamón serrano y algunos embutidos, en vino… hay algunos que se hacen con levaduras que yo he seleccionado, y eso te enorgullece mucho. Pero hace cinco años solicité al CSIC salir del laboratorio y centrarme en la historia de la ciencia, sobre todo de los científicos que se han dedicado a la microbiología. Tenemos en pruebas de imprenta lo que va a ser el inicio de una enciclopedia sobre esta ciencia en España.
¿Por qué?
Detecté que en nuestro país había una laguna de conocimiento muy importante sobre la historia de la microbiología en particular y de las ciencias naturales en general. También la historia del propio CSIC se conocía muy parcialmente.
¿Es real la percepción de que en la Edad Contemporánea España ha estado retrasada científicamente respecto al resto de Occidente?
Eso nunca ha sido real. Ya Marcelino Menéndez Pelayo demostró en 1876, en La ciencia española, que continuamente personas de nuestro país contribuyeron al desarrollo científico universal de una forma determinante. Además de nuestros dos premios Nobel de ciencias, Ramón y Cajal (por cierto, creyente y casado con una mujer piadosísima, aunque le molestaba un poco el boato y la beatería) y Severo Ochoa (que era agnóstico), pienso en Antonio José de Cavanilles; en José Celestino Mutis, sacerdote y un botánico de renombre universal; o en los zoólogos Laureano Pérez Arcas y José de Acosta (que también era jesuita), al que alabó el propio Alexander von Humboldt.
Uno de los aspectos más conocidos de su labor es la investigación sobre científicos creyentes. ¿Eso es más bien un hobby?
En mi trabajo científico, centro mi atención en un período de la historia de España, la época contemporánea, en el que ha habido muchos científicos creyentes. Y a esa dedicación laboral añado la divulgación sobre esos científicos, muchos de ellos muy relevantes en sus áreas, que han profesado la fe católica sin ningún tipo de incompatibilidad. La Edad Media y la Edad Moderna están más trabajadas, porque el desarrollo de las ciencias fue concomitante a la cristiandad. Yo me dedico a los contemporáneos, que son los más chocantes. En el siglo XX hubo muchos científicos creyentes, y los sigue habiendo hoy. No busco la conciliación teórica de ciencia y fe, sino que voy a hechos concretos.
¿Qué le mueve en este esfuerzo divulgativo?
Creo que esto puede hacer un servicio a la Iglesia y a la sociedad, desenmascarando la falta de fundamento científico del discurso laicista, que se empeña sin base alguna en sostener que ciencia e Iglesia católica son incompatibles. Este discurso es muy potente y tiene a lo políticamente correcto de su parte, y llega a confundir a los propios católicos.
¿Su labor también se orienta hacia el interior de la Iglesia, pues?
Tengo hijos, y me planteé esta necesidad con más fuerza cuando me di cuenta de que, a pesar de tenerme a mí, científico y creyente, en casa, empezaba a calar en ellos la idea de que una cosa y otra eran en cierto sentido incompatibles. También me influyó leer el libro Leyendas negras de la Iglesia, de Vittorio Messori. Me di cuenta de lo poco que yo mismo, con una buena formación, sabía sobre la Inquisición, el descubrimiento de América, el caso Galileo o la Revolución Francesa. Después me interesé por la persecución religiosa con el extraordinario Mártires españoles del siglo XX, de Vicente Carcel Ortí.
¿Qué hace el laicismo para transmitir esa idea de la incompatibilidad de ciencia y fe, cuando es obvio que no es tal?
Al estudiar a un personaje, con mucha frecuencia evitan mencionar su componente religioso aunque lo sepan; y te hablan de Benito Jerónimo Feijoo sin mencionar que era fraile benedictino, además de una persona clave en el desarrollo científico durante la Ilustración española. Un proceso, por cierto, que fue incruento y protagonizado por científicos católicos. Carlos III tuvo a varios consagrados como asesores, y fueron los que le dijeron que había que espabilar el ambiente. También las personas que llevaron a la investigación española desde el tomismo a la ciencia experimental fueron católicos que se adaptaron perfectamente a los cambios. En cambio, el discurso laicista contrapone y condena el pensamiento católico medieval, con la miopía de no ver que esos personajes cruciales que sacaron a España de esa época que hoy se ve como de ostracismo también eran creyentes. Esto se repite en toda la historia.
¿Por ejemplo?
La Institución Libre de Enseñanza se interesó mucho por la obra pedagógica de san Pedro Poveda, pero este se negó a unir sus esfuerzos porque Francisco Giner de los Ríos le exigía ser aconfesional. Y él se propuso demostrar que se puede desarrollar la pedagogía y promocionar el mundo de la mujer sin renunciar a la fe católica. Por eso fueron a por él: porque era una persona muy molesta. Y ha dejado una pléyade de mujeres que han sido las primeras catedráticas en las universidades españolas en varios ámbitos.
Ha aludido a la historia del CSIC, de cuya fundación se cumplen 80 años este 2019. ¿También ahí jugaron un papel los científicos católicos?
Quienes lo echaron a andar fueron José Ibáñez Martín, de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, y José María Albareda, del Opus Dei, experto en edafología (la ciencia del suelo), a quien alguien tan poco sospechoso como Enrique Moles (que se exilió tras la Guerra Civil) propuso como profesor de doctorado. También eran creyentes sus tres primeros vicepresidentes: Antonio de Gregorio Rocasolano, que estuvo al frente del laboratorio de Química de la Universidad de Zaragoza, uno de los pocos establecimientos científicos que Einstein visitó en España; Juan Marcilla Arrazola, microbiólogo y director del único centro de investigación científica anterior a la Guerra Civil; y el sacerdote Miguel Asín Palacios, uno de los más importantes arabistas del siglo XX.
¿Qué pretendían al fundar una institución científica nada menos que en 1939?
Dar continuidad a la Edad de Plata de las letras y ciencias españolas que ocupó los comienzos del siglo XX, y en la que muchos de ellos habían participado. Querían evitar que ese desarrollo científico desapareciera después del desastre de la Guerra Civil y de la fuga de cerebros como consecuencia de la carencia de libertades.
¿Cómo vivieron la relación con el Régimen? ¿Les fue posible mantener la autonomía de las ciencias en plena posguerra?
Tuvieron el acierto de no enfrentarse a una autoridad que era autoritaria. Esta actitud ya tenía un antecedente en la postura de la cúpula de la Junta de Ampliación de Estudios durante la dictadura de Primo de Rivera. De hecho, involucraron a Franco, que presidía las reuniones plenarias. Eso, leído desde la mentalidad actual, parece algo condenable. Pero lo cierto es que evitaron que al irrumpir Franco desapareciera la ciencia. Se vio dañada, como en todas las guerras. Pero luego siguió adelante, y al llegar la Transición había un tejido científico que evitó que España se quedara a la cola de la investigación científica mundial. No podemos ventilar ese período hacer una condena extrema a quienes lo único que hicieron fue sobrevivir a ese horror y quedarse a vivir aquí. Hoy, esta institución es la tercera de Europa y la novena del mundo, con científicos de primera línea en todos los ámbitos.
¿Cómo se recibe en el mundo científico esta labor de divulgación sobre científicos creyentes?
Oí una vez, y creo que es así, que no es que cada vez haya más científicos ateos, sino que cada vez hay más ateos que se hacen científicos. El proceso de descristianización se ha dado igual en el mundo científico. A muchos no les resulta agradable que se les ponga esta faceta religiosa delante. Me dicen con frecuencia que «es que entonces todo el mundo era católico», a lo que les respondo: «Me estás dando la razón: cuando todo el mundo era católico la ciencia se seguía desarrollando». Otros son absolutamente respetuosos, y me han acabado diciendo que «ciertamente, la ciencia y la fe son perfectamente compatibles»; algo muy meritorio para ellos.
Entonces, en su experiencia, ¿la fe o la falta de fe son anteriores al ser científico?
Por supuesto. No conozco a nadie que haya perdido la fe investigando.
¿Y viceversa?
Personalmente no, pero sé que los hay. Y seguramente también quienes la hayan perdido.
Se citan recurrentemente supuestos conflictos, como la evolución.
Esta teoría produjo unas controversias muy fuertes en su momento. La Iglesia nunca la condenó, pero sí mantuvo lo que ha recibido por la Revelación: que quien ha guiado ese proceso y ha hecho aparecer al ser humano, dotado de alma racional, es Dios. Y eso no puede demostrar nadie que no es verdad, como tampoco nadie ha visto transformarse a una especie en otra. Hace un tiempo leí un libro muy interesante, que habla de «la fe materialista». El materialista, cuando se asoma a un hecho científico, en ocasiones refuerza su materialismo; pero no de manera científica, sino haciendo filosofía. Al mirar la evolución, se reafirma en sus creencias previas de que la materia es capaz de organizarse sola; que, como decía Benedicto XVI, del absurdo puede venir la racionalidad sin intervención externa, que es solo cuestión de tiempo. ¡Hay que tener una fe en la materia sorprendente!
Al divulgar sobre científicos creyentes, también conocerá a muchos. ¿Cómo compatibilizan su labor científica y su llamada a dar testimonio como cualquier otro creyente?
Hoy en día nadie puede pensar que se llega a científico en una institución como esta o a catedrático en la universidad actual por tener unas ciertas creencias. Tienen que demostrar su capacidad, y efectivamente demuestran que son perfectamente capaces de hacer ciencia al más alto nivel, y que la fe no le es en absoluto un estorbo. Luego, en función de su postura y su perfil hacen profesión de sus creencias de forma más o menos abierta, con total libertad. Yo personalmente tengo esta vocación divulgativa, de forma acorde a lo que hoy se conoce como nueva evangelización a través de la cultura o a lo que Benedicto XVI definió como atrio de los gentiles. La idea que tengo en la cabeza es hacer historia de la Iglesia, pero a través de los laicos contemporáneos.