Hambrientos en cuarentena
India es el país del mundo con más trabajadores de la economía informal, parados ahora por la pandemia. A esto se suma que en el país, más del 40 % de la producción agroalimentaria se pierde por problemas logísticos o de distribución, lo que supone un grave riesgo de crisis alimentaria. Lo mismo sucede en Pretoria (Sudáfrica), donde las colas del hambre empiezan a las dos de la mañana
Mumbai es el rostro de la prosperidad que condujo a India hasta la cima de las economías emergentes más prometedoras del mundo. Una ciudad de 20 millones de habitantes, demarcada por anchas avenidas, barrios elegantes y hasta una zona financiera de rascacielos con vistas al mar, donde los centros comerciales tienen aire acondicionado y los restaurantes, camareros con modales refinados.
Es precisamente ese olor a buen porvenir el que atrae cada día a los más pobres de la tierra, con el sueño de conseguir nuevas oportunidades. Pero por mucho que lo intenten, quedan empotrados indefectiblemente en las periferias. Solo unos metros separan la miseria del lujo. La frontera de la vergüenza, cuya fotografía desde el cielo es la clara representación de la desigualdad. De un lado, los sucios a los que ahoga la miseria, amontonados en el suburbio más grande del sureste asiático. Del otro, la riqueza del shopping desenfrenado, donde los edificios florecen gloriosos en medio de la opulencia.
La vida transcurría así de terrible, pero de repente llegó el coronavirus: una infección que trajeron los ricos, los que se podían permitir los viajes de ida y vuelta a Estados Unidos o a Europa. La densidad de población en India, una de las más altas del mundo, puso difícil al Gobierno del primer ministro, Narendra Modi, el reto de reducir el riesgo de contagio. «El distanciamiento social solo puede darse si tienes una casa bastante grande. En India es un privilegio poder mantenerlo, porque la mayoría de la población está hacinada. Es normal que vivan de cinco a seis personas en una habitación. De hecho, unos 100 millones de hogares tienen solo una habitación», describe la misionera Primi Vela Goicoechea, de las hermanas de la Caridad de Santa Ana, que desde hace años atienden el Hogar Ankur, en el barrio periférico de Mira Road, al norte de Mumbai.
El secretario adjunto del Dicasterio para el Desarrollo Humano e Integral, Augusto Zampini, advirtió hace unos días en una en una rueda de prensa organizada por el Vaticano para analizar las consecuencias sociales y económicas del COVID-19, que la pandemia está agravando la crisis alimentaria en el mundo: «Nos enfrentamos a un grave problema en la seguridad alimentaria. La crisis alimentaria provoca hambre, el hambre afecta a las personas más pobres y aumenta la inseguridad alimentaria. La inseguridad alimentaria conducirá a la violencia y a más conflictos, lo que a su vez causará más pobreza». Su opinión está avalada por las cifras del Programa Mundial de Alimentos (PMA) que calculó en un informe publicado el pasado 20 de mayo que otros diez millones de niños más en todo el mundo podrían enfrentarse este año a desnutrición aguda como resultado de la pandemia de COVID-19. Según la agencia de la ONU, los confinamientos y la restricción de movimientos están provocando en algunos casos una subida de precios que hace que para los más vulnerables sea difícil disfrutar de una dieta nutritiva. La receta del Vaticano para revertir el hambre pasa por reducir el desperdicio de comida, cambiar la dieta para consumir solo productos de temporada y que los gobiernos destinen el presupuesto armamentístico a reflotar el sector alimentario.
Modi acabó decretando el cierre total el pasado 24 de marzo. Para la mayoría fue una decisión totalmente inesperada. «Lo anunció con apenas cuatro horas de antelación. El bloqueo cogió a los indios por sorpresa, dejándolos sin tiempo para regresar a sus casas». «Miles se vieron varados en las estaciones de autobuses, caminando a sus pueblos a cientos de kilómetros de distancia. Desde entonces, muchos han comenzado un verdadero éxodo desde Mumbai hacia sus poblados de origen», explica.
India es el país del mundo con más trabajadores en negro. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que son casi el 90 % de la fuerza laboral del país. Trabajan de sol a sol, enfrascados en una pelea salvaje por conseguir comida. Todo vale por un puñado de rupias: reciclar plásticos, vender chatarra por la calle, limpiar zapatos… Sin contrato ni seguridad social, y mucho menos derecho a subvenciones por desempleo o enfermedad, el coronavirus los ha dejado sin pan, y ese es su mayor miedo. «Estos trabajadores migrantes no pueden alimentar a sus familias, pagar sus alquileres o sobrevivir en las ciudades debido al bloqueo que afecta a los trabajos de construcción, manufactura, restaurantes, viajes y ayuda doméstica. Por eso son millones los que, sin trabajo ahora, luchan por volver a su pueblo», describe la monja española. Una cohorte de hambrientos que recorre a pie el territorio de la segunda potencia asiática.
Libre movimiento para las religiosas
La realidad era desoladora ya antes de la pandemia. Más del 40 % de la producción agroalimentaria se pierde por problemas logísticos o de distribución. Además, India dispone del mayor estocaje ganadero del mundo, con casi 450 millones de cabezas, pero quedan fuera del sistema alimentario de su población por motivos religiosos y culturales.
El grito de los pobres resuena en todos los rincones de India y la Iglesia está allí para escucharlo. «Tiene poca presencia, pero está a la vanguardia en medio de toda esta situación. Nos aseguramos de que nadie, ya sea viejo o joven, niño o de mediana edad, se acueste con hambre». «Estamos ocupados refugiando a los migrantes y alimentando a los pobres cuyas vidas se han convertido en una pesadilla desde el brote del virus. Las perspectivas de desempleo se ciernen grandes», señala la hermana Primi. Su comunidad trabaja codo con codo con la Policía del barrio. Han concedido a las hermanas una licencia de libre movimiento y, además, las han dotado de un camión con el que poder repartir un lote de comida entre los desheredados que nacen, viven y mueren pegados al asfalto. «Hemos seleccionado varias zonas de extrema necesidad, sobre todo las situadas en áreas muy interiores de difícil acceso. Allí visitamos a las familias para que tengan asegurada su alimentación. Se les da lo básico para vivir: arroz, trigo, aceite, azúcar, verduras… Y seguiremos haciéndolo mientras dure la necesidad», señala.
Sudáfrica, al igual que India, forma parte de los BRICS, el acrónimo de países emergentes —junto a Brasil, Rusia y China— a los que aúna el paraguas de su tasa de crecimiento económico. Pero la mayor economía del continente africano, como el resto de sus socios, languidece bajo la amenaza del coronavirus. Los efectos del cerrojo forzoso a la actividad económica han puesto a miles de personas en la calle. Los más perjudicados son los trabajadores irregulares. En las barriadas que rodean la ciudad de Pretoria el despertador suena a las dos de la mañana. A esas horas intempestivas comienzan las filas para conseguir algo que llevarse a la boca y calmar así el rugir de los estómagos. Solo hay que ver las fotos de las filas interminables de hambrientos, desfallecidos bajo el sol, mientras esperan los ansiados paquetes de comida. «La situación es bastante desesperada. La mayoría de los sudafricanos viven en una situación de pobreza. Muchos trabajan en sectores informales, como vendedores ambulantes, o dependen de trabajos ocasionales para llegar a fin de mes». «El bloqueo literalmente ha quitado a los pobres la comida de la boca al prohibirles que estén en las calles y trabajen. Por eso su única salida para sobrevivir es recibir ayuda», describe Thabisile Botjie, una joven sudafricana de 26 años que trabaja en una escuela en Johannesburgo.
«Además, cumplir con las regulaciones del encierro no es fácil para las personas que viven en asentamientos informales», agrega. «Las primeras semanas se llenó de policías, pero eso ha disminuido ahora. La mayoría de las familias viven en chozas de cartón y hojalata, con espacios muy pequeños, lo que hace casi imposible quedarse en casa».
Morir de hambre o de coronavirus
El Gobierno de Sudáfrica impuso cinco semanas de estricto confinamiento, lo que colocó en una dura tesitura a los habitantes de estas zonas deprimidas: morir de hambre o exponerse al coronavirus. La irritación, la ira y el descontento se han adueñado de las calles y los saqueos en las tiendas y supermercados están a la orden del día.
En la provincia sudafricana de Gauteng, que incluye Johannesburgo y Pretoria, se han distribuido alimentos a 54.000 personas. No es suficiente, pero como apunta Botjie, «no se puede esperar que el Gobierno ayude a todos por su cuenta». «Muchas organizaciones y grandes empresas están poniendo de su parte para ayudar. Y también los vecinos se ayudan entre ellos. La solidaridad es uno de los puntos positivos que han salido de esta crisis», señala.
Como la que muestran cada día los sacerdotes scalabrinianos de la parroquia de San Patricio, edificada en un suburbio a las afueras de Johannesburgo, cuya puerta es la única que permanece abierta para los inmigrantes irregulares que quedan excluidos de las ayudas estatales. Su entrega a los más desfavorecidos demuestra que ni el miedo al contagio ni las restricciones para frenar el avance del virus han detenido la maquinaria de caridad eclesial.