Haití: la artesanía de sobrevivir
Un huracán no acaba mientras los signos de la destrucción no desaparecen. Casi dos años después, en Jérémie todavía se ven árboles arrancados, construcciones arrasadas y caras de dolor. Pero la escuela ha vuelto gracias a la mediación de monseñor Joseph, seguramente el obispo más pobre y delgado de América
Después de planear sobre la isla bipolar para llegar de Santo Domingo a Puerto Príncipe, apabulla encontrarse con la pobreza de un país acusado de cloaca por ser víctima de la deuda externa, la corrupción y los desastres naturales. Haití es una postal extraña, en la que se observan formas de esclavitud modernas y que ocupa un puesto que parece eterno entre las 20 naciones más pobres del mundo. Para sostenerse, la república caribeña depende de una ayuda internacional que ya apenas llega. Y salvar la vida migrando se ha complicado mucho, desde que Trump ha retirado a los haitianos el estatus de protección temporal en EE. UU.
Avisaron por la radio de que aquella noche en Jérémie, un departamento del sur de Haití en el que la gente sobrevive a todavía más limitaciones que en la capital, el viento soplaría a 200 kilómetros por hora. Dejando sus hogares –cubículos de paredes de maderas encontradas y techos de chapa pegados a la playa–, muchas familias fueron a refugiarse a casa de monseñor. «Acogimos a 300 personas. Nos tiramos por el suelo de todas las habitaciones. El paso de Matthew duró de las diez de la noche a las once de la mañana», relata Joseph Gontrand, obispo de Jérémie. «Los vecinos se quedaron aquí más de un mes».
Porque la duración de un huracán no debería medirse con los patrones de la historia de la meteorología. Un huracán no acaba mientras los signos de la destrucción no desaparecen. Casi dos años después, en Jérémie todavía se ven árboles arrancados, barcas encalladas, construcciones arrasadas y caras de dolor.
Monseñor Joseph seguramente sea el obispo más pobre y delgado de América. A su casa no llega el correo postal. La humedad ha maquillado el hormigón de las paredes, no tiene luz eléctrica y el agua solo sale por un grifo, que abre con prudencia. Para que coman los demás, se sirve un par de cucharadas de arroz –no quedan habichuelas, pero sí algo de su caldo–. Joseph sabe que ese desayuno tiene que cundir también como comida y cena. Que sobrevivir es una minuciosa artesanía.
Escuela malnutrida
Los niños como Kalifòni se levantan a las cinco de la mañana para alcanzar a pie la escuela, que empieza a las siete. Monseñor Joseph ha llegado casi a la una –la hora de salida–, para una visita breve. Las distancias y la inseguridad de los caminos no permiten mucho más que un saludo, porque la mañana se va en el trayecto. Más de 1.300 estudiantes han recibido al obispo fuera de las aulas, cantando y moviendo ramos de hojas tropicales. El tumulto de sonrisas es precioso, pero sus labios rebosan otra palabra.
Los niños tienen hambre. Un profesor le cuenta a monseñor Joseph que Kalifòni y los demás regresan a sus casas sin haber comido en toda la mañana. No hay recursos para que el colegio pueda darles un almuerzo y sus familias solo alcanzan a ofrecerles un plato de comida diario. «Tal vez ñame y unos trozos de papaya», explica el profesor. Y mañana, lo mismo. Porque el hambre dura más que cualquier huracán. Pero, por suerte, gracias a la mediación de monseñor Joseph, la escuela ha vuelto. Matthew la redujo a escombros y desde entonces esperaban reconstruirla. El dinero –que les ha provisto de tejados y cuadernos y la bomba de agua potable del patio, y les ha dado las razones para sonreír moviendo ramos– ha venido de España. Con Mensajeros de la Paz, la fundación del padre Ángel. El Ayuntamiento de Madrid concedió una subvención a la ONG y con ella se han hecho obras de mejora en 25 escuelas de toda Jérémie. Porque, cuando la realidad es tan cruel, a la educación también le aborda el peligro de sufrir malnutrición.
En los límites del toque de queda
Como el obispo que se sirve poco, para compartir lo que no sobra, la de Jérémie es una sociedad de renuncias en la que no existe casi ningún pacto social. Ni comodidades ni libertad. Hacia las siete de la tarde se pone el sol, y el lado oscuro de la vida se hace valer. La tendera que sentada en la calle vende bollos de anís se ve obligada a que su día acabe, como si el tiempo viniera en una cartilla de racionamiento inconsciente. Ella se marcha a casa porque, sin electricidad, la luz desaparece por completo del espacio público y la situación puede pasar de la inseguridad al terror. Sobre todo ellas viven en los límites del toque de queda. Para protegerse no les queda más remedio que perder voluntariamente mucho tiempo cada día. Otra vez sobrevivir requiere estar alerta, y tener una paciencia de artesano.