Hace un año…
Esta avenida prodigiosa está vacía, pero no abandonada. A ella miramos con la esperanza de volver a verla arrebatada de rostros libres de mascarillas, generosa de todas esas cosas que uno ve cuando vibra la vida
La Gran Vía desierta es un absurdo. La que fue ejemplo de modernidad para toda Europa pide a gritos la multitud bulliciosa que se arremolina en torno a los comercios, la algarabía de las rebajas, el caos desbordante de los fines de semana y los heavies que mantienen vivo el espíritu de una tienda de discos que ya no existe. Raúl Guerra Garrido escribió que «la Gran Vía es Nueva York», pero es que en este tiempo incluso la ciudad que nunca duerme pareció caer en una pesadilla de tristeza y muerte.
Esta avenida prodigiosa está vacía, pero no abandonada. A ella miramos los madrileños con la esperanza de volver a verla arrebatada de rostros libres de mascarillas, ardiente de distancias acortadas, generosa de abrazos y de besos y de todas esas cosas que uno ve cuando vibra la vida. Regresaré a ella cargado de libros, un poco agobiado por la gente, camino de San José o del Caballero de Gracia, o de Blanquerna buscando entre la muchedumbre el rostro que amo.
Es una buena foto para recordarnos que, a veces, también nuestra vida parece un desierto. Todos hemos pasado por esa experiencia. Perdemos a nuestros seres queridos. Sentimos su ausencia. Nos asomamos al vacío insondable que dejan. Escribimos para no enloquecer porque se fueron. También Israel sufrió la desesperación en el desierto. Los liberados de Egipto por mano poderosa, los guiados de día por una columna de nube y de noche por una columna de fuego, se dejaron envolver por la tiniebla. Cayeron en la idolatría. Fueron presa del veneno y las serpientes.
El desierto solo se puede atravesar a la sombra del estandarte de la cruz de Cristo. Él llena de una presencia redentora todo lo que parece vacío. Únicamente desde ahí se puede contemplar la devastación de la pandemia, la ruina de la economía, los sitios vacíos en las mesas de decenas de familias.
Pero no. La Gran Vía de Madrid no quedó vacía. A lo lejos se ve alguna figura. No sabemos dónde van ni qué hacen. Tal vez salieron a comprar comida o medicinas. Madrid tiene una vida propia que parece ajena a los avatares de la historia. No pueden con ella las calamidades. Por aquí, por aquí cerca, en las capillas y las iglesias cerradas al culto público, siguió presente el Señor en el sagrario. En la Eucaristía, Cristo siguió viniendo al mundo cada día.
No estábamos solos.
Seguimos sin estarlo.