«Hablaba del templo de su cuerpo»
3er domingo de Cuaresma
Para un judío en tiempos de Jesús no existía ningún lugar sobre la tierra más sagrado que el templo de Jerusalén. Hacia allí debían caminar todos los israelitas en peregrinación, puesto que se trataba de un enclave privilegiado de culto a Dios. Aunque en nuestra terminología designamos con la misma palabra los lugares donde los fieles celebramos la liturgia cristiana, de manera que templo o iglesia se utilizan en su acepción habitual como sinónimos, el templo de Jerusalén no era exactamente como una parroquia nuestra, sino un complejo de construcciones en cuyo centro se encontraba el santuario, al cual entraban los sacerdotes, y también el «santo de los santos», donde accedía únicamente el sumo sacerdote una vez al año. Alrededor del santuario se disponían las habitaciones de los sacerdotes y una zona adyacente con pórticos, con bastante bullicio de peregrinos venidos desde lejos, muchos de ellos tras duras jornadas. Dado que quienes hasta allí llegaban debían ofrecer los sacrificios, en esa zona había la posibilidad de comprar los animales que serían ofrecidos. Por el mismo motivo, se explica que se encontraran los cambistas, ya que los judíos debían realizar las compras con la divisa oficial de Jerusalén.
La inserción de este episodio en el contexto de la Cuaresma concuerda con el interés de este ciclo litúrgico B en acentuar una visión de este itinerario: la que, a través de algunos pasajes de san Juan, relacionan el camino temporal hacia la Pascua con el proceso de glorificación de Cristo. Para Juan, en la subida hacia Jerusalén e incluso en la cruz se vislumbra y se anticipa el triunfo y el señorío de Jesucristo. Sin embargo, vincular la subida a Jerusalén con el acceso a la gloria de Dios no era nuevo en el pensamiento judío. A lo largo de la historia de la salvación los israelitas habían tomado conciencia de que había un lugar por excelencia de la presencia de Dios: el monte Sion, sobre el cual Dios había establecido su santa morada. De hecho, Jerusalén y Sion aparecen a menudo como sinónimos, sobre todo cuando se refiere a lugar cultual. Los salmos insisten, por ejemplo, en que desde este monte, en primer lugar, se irradia la santidad y la gloria de Dios; en segundo término, se trata de un símbolo de seguridad y refugio; por último, todas las naciones están llamadas a peregrinar hacia el templo. Pero existe una dimensión que cobra especialmente valor: llegar a Jerusalén, es decir, llegar al templo, implica ser libres y obtener la vida verdadera. Así se observa de modo especial durante el periodo del exilio en Babilonia. La nostalgia de Sion, de un lugar donde dar culto a Yahvé, está unida no solo con la posibilidad de realizar un culto agradable a Dios, sino también con el paso de la muerte a la vida.
El desafío de Jesús
Por eso es comprensible el escándalo de los judíos cuando Jesús los desafía con la frase: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Hasta tal punto fueron consideradas blasfemas estas palabras que fueron utilizadas como prueba –manipulada– para su condena. Con todo, el sentido principal de este episodio aparece en los últimos versículos: «Cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho». En efecto, lo que en su momento resultaba incomprensible, tras la resurrección del Señor adquirió pleno significado. Con la muerte de Jesús el velo del templo se rasgó, significando el final de la función de ese lugar. A partir de ese momento, todas las connotaciones asociadas en la Escritura a Sion, al templo o a Jerusalén, serán asumidas por la carne gloriosa de Cristo, como verdadero y definitivo lugar de la presencia de Dios. A partir de ahí los cristianos encontramos en el Señor el lugar de la santidad y gloria de Dios; Él es nuestro refugio y hacia Él caminamos en peregrinación, sabiendo que nuestra meta definitiva es la configuración con Cristo.
Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora». Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?». Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré».
Los judíos replicaron: «46 años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero Él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús. Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque Él sabía lo que hay dentro de cada hombre.