Habitados por la Palabra
Natividad del Señor / Evangelio: Juan 1, 1-18
El tiempo de Adviento ha terminado y, después de este camino orante y esperanzado, celebramos el nacimiento de Jesús, la Navidad del Señor. ¡Qué maravilla! ¡Qué asombro! ¡Qué admiración! En el Evangelio de este domingo escuchamos las palabras más bellas que se han pronunciado en la historia: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». Es el corazón del prólogo de Juan, un verso escrito en el siglo primero de nuestra era, en un lugar de Asia menor no identificado.
Desde muy antiguo y desde los rincones más recónditos del planeta, en todas las literaturas, culturas, tradiciones religiosas también los seres humanos han mostrado como han podido, y a veces han logrado hacerlo de una manera brillante, sus grandes aventuras. Como la historia del pueblo hebreo que tiene que vagar por desiertos pedregosos, insalubres y solitarios, acompañados de un Dios que se manifiesta como nube, o que se revela como zarza que quema. Tantas y tan preciosas aventuras. Hay bellísimas hazañas en la historia de los hombres que podemos encontrar en los libros de nuestras bibliotecas. Sin embargo, ninguna de estas puede compararse en su grandiosidad con la que nos presenta este versículo de Juan: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». Es la aventura más fascinante, la épica más maravillosa de la historia, porque se trata del encuentro absolutamente definitivo, profundamente amoroso, de Dios con el ser humano.
¿Podemos decir que a partir de este verso solo existe un verdadero templo sobre la superficie de esta tierra, y que este templo es la humanidad, es la carne humana? Si cerramos los ojos y tratamos de darle forma imaginaria al término templo, visualizaremos alguno de los muchos templos gloriosos que tenemos o hemos tenido en nuestra historia. Todos coinciden en algo: son estructuras sólidas, pétreas, fuertes, y algunas de ellas, con el paso del tiempo o la historia, ya no son templos, sino ruinas, pero son las ruinas de un templo… Sin embargo, meditando este versículo de Juan, y pensando cuál es el verdadero templo, nos damos cuenta de que el templo ha cambiado de forma, de que el templo ya no tiene columnas suntuosas, no está hecho por un arquitecto ni hay que estar tantos años para construirlo. El templo es ahora un templo de carne, es un templo de vida.
La Palabra de Dios se ha hecho carne, y ha puesto su tienda entre nosotros. ¡Cuántas diferencias entre un templo de la antigüedad y las tiendas del siglo primero, que eran un frágil armazón de palos, convertido en una vivienda provisional que un guerrero, peregrino o forastero, tenía que construir para pasar la noche no sabe cuánto tiempo en no sabe qué lugar. La diferencia entre templo y tienda es tremenda. Si pensamos en el tiempo en el que Juan escribe esto, y pensamos en los grandes templos y en las pequeñas tiendas, nos damos cuenta de que aquello que nos dice el evangelista es que Jesús de Nazaret, la Palabra de Dios, es el modo en el que Dios ha elegido poner su tienda de campaña entre nosotros. Él no ha escogido un templo, si entendemos que este es el sitio de las respuestas, el espacio del sistema. Dios ha elegido la tienda, si entendemos que esta es el lugar del misterio, el lugar de aquel que elude las preguntas, de aquel que, poniéndose en nuestra carne, va a tener que afrontar los vientos de nuestros miedos y sufrimientos, la noche de nuestras soledades, el frío de nuestra muerte…
¿Quiénes somos? ¿Dónde puedo entender que esta tienda está en una vida, y que este Dios es mi carne? ¿Cuándo podré comprender que en esta carne habita Dios? Cada vez que miremos el rostro de una persona machacada por el sufrimiento y la enfermedad y percibimos sus miedos y temores, su angustia, su fragilidad, nos daremos cuenta de que en esa carne habita Dios, comprenderemos que ese amor y ese dolor es la carne de la que nos habla el evangelista Juan.
Recordemos el juicio final de Mateo 25, o el juicio de la misericordia, en el que un rey tiene como criterio para evaluar si una vida ha tenido o no sentido el pasar por el filtro del corazón esta pregunta: ¿tú has sido sensible a la carne?, ¿tú has sido sensible a la vida del otro?, ¿cómo actuaste ante la carne herida? La casa humana de Dios, sus planos, la llave para entrar en ella y la sala de estar en la que se nos invita a permanecer es la desnudez, el desamparo, el miedo, la tristeza, la fragilidad, la humanidad. Si hemos tocado un poco con nuestra carne esta carne de Dios, si sentimos que el templo de nuestra vida es una frágil tienda de campaña, que sin embargo acoge a todos y ofrece vida para todos, hemos celebrado la Navidad. Solo así podremos llegar a Belén y, en torno al portal, hablar con José y María, en voz baja, sin gritos, haciendo silencios para escuchar, diciendo pequeñas palabras para dialogar, cantando la alegría de la Navidad con sencillos y populares villancicos, contemplando a este niño Dios tan pequeño.
En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.