Habermas: ¿Cuánta religión tolera el Estado liberal? La religión no puede ser recluida al ámbito privado - Alfa y Omega

En Occidente, los fundamentos de la legitimidad del Derecho natural del poder político estuvieron inicialmente entrelazados con la comprensión de la estructura del kósmos y de la pólis, con las revelaciones de un Dios que redime o con los pensamientos de Dios objetivados en la Creación. Sólo el Derecho moderno de la razón ha eliminado el peso de las motivaciones metafísicas y religiosas de estos conceptos globales, haciendo así posible la idea del poder secularizado del Estado. En Occidente, en cierto modo, se ha logrado una adecuada separación institucional entre Estado y religión; pero la secularización del poder del Estado no debería significar la secularización de la sociedad civil. Esta circunstancia pone a los ciudadanos creyentes en una situación paradójica: las Constituciones liberales garantizan a todas las comunidades religiosas el mismo espacio; y, al mismo tiempo, protegen a las instituciones del Estado de las interferencias políticas por parte de las comunidades religiosas más poderosas. Se deduce que las mismas personas que están expresamente autorizadas para practicar su religión y llevar una vida piadosa, en cuanto ciudadanos del Estado deben participar en un proceso democrático, cuyo resultado debe mantenerse libre de cualquier añadido religioso. La respuesta que da el laicismo es, así, insatisfactoria.

Ofrecer un lenguaje accesible

Las comunidades religiosas, en la medida en que la sociedad civil desempeña un papel vital, no pueden ser vetadas en el ámbito político público y relegadas a la esfera privada, porque una política deliberativa depende del uso público de la razón de los ciudadanos, creyentes o no. Las contribuciones religiosas en cuestiones morales complejas –como el aborto, la eutanasia, la intervención prenatal…– no se deben cortar de raíz en el proceso de decisiones democráticas. Los ciudadanos y las comunidades religiosas deben poder ser representados como tales en el ámbito público, hacer uso de lenguaje religioso y utilizar los argumentos correspondientes. Pero también, en un Estado secular, deben aceptar que el contenido políticamente relevante de sus contribuciones se debe traducir en un discurso accesible a todos, como paso previo antes de poder acceder a las agendas de los órganos de decisión del Estado.

De la misma manera, las decisiones aprobadas por el Estado deben ser formuladas en un lenguaje accesible en igual medida para todos los ciudadanos, y han de estar justificadas. Si la ordenación constitucional pretende la legitimidad, todos los ciudadanos, también los creyentes, deben poderse convencer de la razonabilidad de los principios constitucionales. Los conflictos religiosos no comprometerán esta base común sólo en el caso de que la lealtad hacia los principios constitucionales fundamentales no entren en conflicto con las convicciones de fe.

Falsas fachadas

El Estado liberal puede garantizar a sus ciudadanos las mismas libertades religiosas –y, en general, igualdad de derechos culturales– sólo a condición de que éstos salgan al descubierto en la sociedad civil común. Al mismo tiempo, tampoco la cultura de la mayoría puede pretender un poder exclusivo sobre la cultura política de un país. En el papel de colegisladores democráticos, todos los ciudadanos del Estado tienen garantizada la tutela de sus derechos fundamentales, y pueden expresar verdadera y libremente su identidad cultural e ideológica. El Estado liberal no debe sólo pedir a los ciudadanos laicos tomarse en serio como personas a los ciudadanos creyentes en el ámbito político; también se puede pedir a éstos que no excluyan sus potenciales contenidos de verdad en la argumentación pública.

Con esta autocomprensión del Estado laico, Occidente se diferencia de otras regiones del mundo. En el contexto de la formación europea, somos capaces de entender la secularización del poder del Estado como respuesta pacífica a la violencia religiosa de las guerras de confesión religiosa. Por el contrario, en otras partes del mundo, la Constitución del Estado nacional ha llevado sólo a una confesionalización, es decir, a una recíproca exclusión y opresión de las comunidades religiosas que hasta ahora habían vivido juntas de una forma más o menos pacífica y amistosa. Sólo sobre la base de una defensa autoconsciente de pretensiones universales nos dejaremos convencer por los argumentos de los otros, sobre nuestros puntos ciegos en la comprensión y en la aplicación de los propios principios. A este fenómeno pertenece la lectura, con un ojo solo y secularista, de un poder del Estado secularizado que construye falsas fachadas.

Jürgen Habermas
Traducción: María Pazos Carretero

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