En el budismo zen, los pensamientos y las sensaciones son también una comida. No solo comemos alimentos, dice Tich Nhat Hanh: comemos también televisión, periódicos, redes sociales, conversaciones. Y nuestro consumo es tan excesivo como el de los azúcares. En la actualidad, recibimos estímulos a cada instante, y cada estímulo deja en nosotros una huella emocional que puede ser medicinal o destructiva. Porque nada de lo que percibimos es neutro: todo influye, enferma o ensancha el corazón humano. Podemos consumir violencia o entrega.
A la hora de acostarnos, se hace evidente la influencia de todo lo que nos acontece. La mente, cuando la casa está callada, recrea escenas de la película que hemos visto o la conversación que hemos tenido. Todo lo más inmediato hace acto de presencia. Cualquiera que medite regularmente lo sabe: como una primera suciedad, atravesamos una costra de pensamientos e imaginaciones al comienzo del silencio. Cuando me aislé varios días en un retiro, me di cuenta del poder de los estímulos. Mis sueños, tras acostarme sin una sola conversación ni tele, se volvieron más reveladores, y de día me sentía limpio mentalmente, percibía la realidad de un modo más nítido, como si todo hubiese sido abrillantado. Fui testigo de algo que ya sospechaba: nos conformamos con una parte minúscula de nuestra propia vida, en realidad.
En la actualidad, la tecnología ha multiplicado la oferta sensorial al mismo tiempo que abundan los secuestradores de atención. Nuestro iPhone nos seduce con sus embrujos (redes sociales, tiendas online, publicidades) a la vez que nos aturde tanta posibilidad reunida en unas cuantas pulgadas. Psoriasis, insomnio, irritabilidad, fatiga psíquica: son incontables las secuelas de esta sobreestimulación en nuestro organismo. Los padres y madres del desierto, en este sentido, pueden sernos de ayuda. Ellos combatieron sus imaginaciones en el interior de sus celdas, día y noche. Conocedores de las trampas de la mente, propusieron la sobriedad. La sobriedad, dice Hesiquio de Batos, es un método espiritual que busca la tranquilidad del corazón, algo así como un centinela. Para guardar el corazón, ayuda poner coto a los estímulos que nos llegan del exterior, parecidos a las abejas. Debemos ponerle coto porque cada estímulo engendra una emoción, y una sola emoción puede crear centenares de pensamientos. Primero vivimos una emoción, dice el psiquiatra Aziz Djendli, y solo después se convierte en un pensamiento.
Volviendo a Tich Nhat Hanh, podemos crear islas de atención durante nuestra jornada, y así poner en práctica la sobriedad. Yo he incorporado a mi rutina diaria una de las prácticas de Plum Village: una campana que suena cada 20 minutos. Cuando escucho su vibración, de inmediato abandono lo que estoy haciendo y respiro conscientemente. De esta manera vuelvo a mi centro, me recoloco, no ando dispersado.
Otras costumbres pueden sernos de gran ayuda. Por ejemplo, crear espacios en la casa donde esté prohibida la presencia del móvil, como el salón o nuestro dormitorio. O también dedicar un día de la semana, en la medida de lo posible, a no hacer nada. Quizá la tarea más imperiosa en el siglo XXI sea el hombre desocupado. Para lograrlo, debemos reconquistar el tiempo de las garras del dinero y devolvérselo a la vida.
La campana, el día consagrado a no hacer nada o los espacios libres de wifi alivian el corazón sobreexcitado, nos ayudan a vivir con atención al reducir el bombardeo de estímulos. Siendo capaces de la atención, seremos de más ayuda al mundo y a nuestros semejantes que haciendo cantidad de cosas. La calidad de nuestra presencia será mayor. Y, aunque no digamos nada, bastará que estemos para que todo cambie. Porque irradiamos lo que somos. Y lo que somos, lo sepamos o no, influye en todos los rincones del planeta.