Guardar a los muertos - Alfa y Omega

Guardar a los muertos

Carlos Pérez Laporta
Foto: EFE / Jesús Diges.

La muerte la comenzó el amor. Antes de que nadie amase no había muertos. Los seres desaparecían con la misma facilidad con la que habían llegado. Los animales y las plantas no mueren, se extinguen. Con el primer amor comenzó el drama, porque el amado ya no podía marcharse sin más. La muerte no es fuga. Por ser amado se iría con dolor, y provocando dolor. La muerte llegó al mundo a través del amor dolorido.

El amor se resiste, impide la aniquilación. El muerto aún puede guarecerse en el espacio abierto por el amor, más allá de la vida. Porque el amor es hospitalidad descomedida. Es acogida desmesurada. El que ama resguarda al muerto sin detenerse en el linde de la vida. Por eso la muerte nunca está desnuda. El sepelio es preservación. El amor reviste la muerte de piedra resistente. La muerte es monumento. Es memento. Es memoria. No es solo recuerdo, porque el recuerdo es pasado, y el que ama no mira sólo atrás. Tampoco así al presente, porque lo encuentra incompleto. Lo que abrasa en la memoria es sobre todo el futuro: la aparente ausencia de porvenir. El que ama, sobre todo y contra todo, espera. ¡Tan honda es la fe en el amor!

Y la humanidad nació de esas exequias. Surgió del amor que alentaba a dos personas a amarse desaforadamente. La civilización comenzó cuando la vida se decidió a amar por detrás del final de la vida. La humanidad brotó del culto. El espíritu humano emergió cuando el amado fue reconocido por encima de su cuerpo, rielando en el cielo. Por eso la cultura es memoria, tradición. La cultura no nació de la pura vida, porque a la vida le basta sobrevivir. El vitalismo es inculto; no ama, no puede, solo desea: sin presencia no hay deseo… Necesita prescindir de la muerte. Si ocultásemos la muerte, devolveríamos su final al hombre. El amor quedaría ajado y la humanidad diluida. Se ha de salvar la muerte, si queremos evitar disolvernos en la nada. Solo la espera salva.

El dichoso virus ha acelerado y aumentado la muerte. Ha puesto en jaque nuestros medios para posponerla. Pero la pandemia no solo aumenta los muertos, sino que amenaza a la muerte misma: ha impedido el debido culto a los muertos. El virus, con su aislamiento, cree poder vencer al amor, y así destruir la civilización. Pero aunque le falten los gestos, el amor no muere, porque no conoce límites. Así muere el amado sin dejar nunca de ser, por no dejar de ser amado. El amor atraviesa con el dolor todo confín, porque el amado es relación con el amante. El amado nunca muere solo, aunque sufra confinado. Porque se sabe amado, siempre aguardado. El amor dolido crece, y se sobrepone al límite del aislamiento. Como hizo ya con el límite de la vida, aún espera. Quién sabe si, con todo, tanto dolor hará brotar una nueva esperanza en la humanidad.