Hay silencios que resuenan interiormente ensanchando el alma a la eternidad y rumores tenues que repican como «música callada en lo hondo y el fondo» de lo humano. Hay colores y matices en los silencios que estiran antropológicamente a la humanidad. Sin embargo, otros silencios se construyen con violencia, se levantan con muros de indiferencia y se imponen ideológicamente. Son los gritos acallados de millones de hermanos y hermanas nuestras que siguen «gimiendo bajo dolores de parto» (cf. Rom 8,22). La sociedad nos parapeta tras múltiples instrumentos, ideas y narrativas (in)-morales para desviar, desvanecer e invisibilizar las situaciones de injusticia y opresión. No podemos cimentar la respuesta porque los oídos del corazón están inmunes al «clamor de los oprimidos» (cf. Ex 3, 7)
«Este pobre gritó y el Señor lo escuchó» (Sal 34,7); así encabeza el Papa Francisco su II mensaje para la Jornada Mundial de los Pobres. El dinamismo de la respuesta pende de la audición y esta, a su vez, de nuestros silencios interiores. Pero si no escuchamos sus clamores, si no resuenan sus voces nuestra respuesta será frágil. Desde la realidad, que siempre precede a las ideas, necesitamos demoler los diques que insonorizan la exclusión, minimizan su impacto o normalizan la opresión y la injusticia. La hospitalidad evangélica comienza facilitando que el sonido del mundo llegue a lo profundo de nuestros corazones y a la médula de nuestras sociedades. No hay que ser experto en comunicación para observar cómo existen vidas sin resonancias, territorios olvidados y condiciones vitales oscurecidas. También, a fuerza de perseverancia, nos hacemos cargo de la trampa que conlleva la mirada descarnada que arrasa dignidades e intimidades. Sabemos que existe un sentimentalismo inocuo que acaba convirtiendo en espectáculo el sufrimiento y cuya función es ocultar las raíces profundas de la injusticia.
Las voces desde las periferias, liberadas de los mecanismos de insonorización, activan los resortes místicos y la tensión ética para estructurar una práctica liberadora. Esta respuesta se despliega como alma antropológica, se constituye desde la cualidad comunitaria y se cimenta desde la virtud política. La realidad de la exclusión remueve las entrañas de lo humano y se expande como acogida incondicional. No hay camino samaritano que no se propague desde hábitos comprensivos que desciendan al frío infierno de la injusticia. Nuestra práctica creyente requiere, como dice Francisco, de una «atención amante» que se traza como abrazo entrañable. «Somos responsable del otro sin esperar la recíproca», espetaba Levinas desde su ética de la alteridad.
La hospitalidad evangélica apela a constituir una comunidad acogedora y no solo a realizar acciones personales por intensas que estas sean. Las vidas expulsadas y orilladas solicitan entramados comunitarios de sentido, vinculaciones sólidas para la inclusión y hábitos del corazón enlazados por la justicia. La misión de los creyentes no se agota en la asistencia, no se termina en la tarea inmediata y necesaria; sino que nos alienta a conformar comunidades de contraste que transparenten «un cielo nuevo y una vida nueva» (cf. Ap 21,1). Comunidades dispuestas a contaminarse con la vida de los pobres y abiertas a convivir con ellos. Comunidades que escuchen antes de hablar, aprendan antes de enseñar y manifiesten su limitación y fragilidad. En nuestras sociedades líquidas, atravesadas por la incertidumbre y el desconcierto vital la constitución de lazos humanos sólidos es la mejor vía para acoger y liberar. El último informe de la Fundación Foessa-Cáritas dibujaba nuestra realidad con la sugerente imagen de «sociedad desligada». Nuestra realidad de está deshilachando de manera intensa y acelerada produciendo una brecha cada vez más dilatada entre las orillas del bienestar y las riveras de la exclusión. La comunidad liga, vincula, conjuga vidas y construye puentes para desvelar sentido y esperanza en medio del naufragio.
Por último, el dinamismo de la hospitalidad demanda que el abrazo personal y la vinculación comunitaria se constituya en virtud política. La política es el espacio de la pluralidad, la participación y la orientación al bien común. Sin embargo, en nuestra época vivimos bajo tentaciones totalitarias que expulsan la diversidad como amenaza, confunden el valor de la participación con el populismo y retuercen el bien común para caricaturizarlo como interés general (el bien de la mayoría) o, más extremo todavía, como el bien de unos pocos que detentan el poder. A pesar de este tiempo impolítico que vivimos una ética evangélica de la hospitalidad queda amputada sin su asiento estructural, normativo y cívico del ámbito de la política. ¿Cómo hablar de acogida y hospitalidad en tiempos de devoluciones sumarias? ¿Cómo defender la vida contemplando cementerios marítimos? ¿Cómo vincular personas y comunidades en tiempos de expansión de la pobreza y la exclusión? Ya nos advertía Benedicto XVI, en Caritas in veritate, que desde la caridad política se «ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales».
«La frágil niña esperanza» (Peguy), para renacer en los contextos de opresión, exclusión y pobreza, reclama un canto polifónico que se articule desde el fondo de lo humano, la solidez de la comunidad y las posibilidades de lo político. El grito se tornará justicia que brota desde el silencio resonante de la fe.