«Gracias a la misión me enamoré de la Iglesia»
«Hace dos años tenía una relación con Dios muy personal y había muchas cosas de la Iglesia con las que no estaba muy de acuerdo, pero entré en un grupo de formación de jóvenes misioneros y ese fue el año que conocí a la Iglesia. Luego me fui de misión y hoy estoy enamorado de ella». Esta es la experiencia de Pablo de Mengerina, un estudiante de Ingeniería Industrial de 21 años cuya vida ha cambiado gracias al voluntariado misionero.
Como él, cada año son miles los jóvenes españoles –solo en Madrid, más de 2.000– que se embarcan en la aventura de pasar un verano misionero dedicado a los demás en cualquier parte del mundo. «Nos gusta decir que estos jóvenes no son estrictamente misioneros ad gentes –explica Manuel Cuervo Godoy, subdelegado de Misiones de Madrid–, pero tampoco son solo voluntarios. Son personas que tienen una inquietud misionera en el corazón y quieren conocer la labor de los misioneros de primera mano».
Además, no van de cualquier manera, sino que «acuden con una preparación previa que depende de la institución que envía. Por ejemplo, a los jóvenes que son enviados por nuestra delegación se le pide participar en el grupo Jóvenes para la Misión, donde reciben formación una vez al mes comenzando siempre con la adoración, además de ayudar a organizar las actividades misioneras de la diócesis».
Es el proceso que siguió Pablo, a quien su párroco, el delegado de Misiones de Madrid, José María Calderón, invitó al grupo de jóvenes. Empezó colaborando con las actividades de la delegación, fue a las javieradas, recibió formación… «y ese fue el año que conocí de verdad la Iglesia, y la conocí de la mano de la misión», cuenta Pablo.
De repente, «me encontré en una nube, me enamoré de la Iglesia. Entré con dudas y me encontré con la misión, que es el objetivo principal de la Iglesia. Fue naciendo en mí la necesidad de ayudar, conocí lo que hace la Iglesia por los demás y hoy estoy completamente enamorado de eso».
También surgió la posibilidad de pasar un verano misionero, y Pablo se lanzó «por la posibilidad de llevar allí la Iglesia. Aquí en España cualquiera tiene la posibilidad de conocerla, si quiere. Pero en otros lugares no. Más que ayuda de tipo material, me ilusionó el hecho de poder llevar allí la Iglesia, todo lo que es y todo lo que te da».
«Mi vocación es misionera»
Entonces, en 2017 se fue a Etiopía un mes como voluntario. Iba muy preparado, pues el mes anterior se dedicó a rezar y a leer textos como el decreto Ad gentes, la encíclica Deus caritas est o la vida de santa Teresa de Calcuta… Pero al llegar al orfanato de las Misioneras de la Caridad en Adís Abeba «tuve un primer sentimiento de rechazo a estos niños, porque fue una aterrizaje muy duro e impactante». Sin embargo, poco después se lanzó y se acercó a una chica que estaba cabizbaja en un rincón: «Le cogí la mano y le hablé, aunque no creo que ella me entendiera nada, pero me dio un abrazo y no me soltaba. Después de haber rechazado a unos niños que no tienen nada, me di cuenta de que Jesús responde dándote un abrazo. Luego abracé, me acerqué a una mujer con heridas y cáncer, le di de comer a otra enferma. Al final del día me pregunté cómo había podido ser capaz de hacer lo que había hecho, porque yo fui a la misión con mucho miedo a las enfermedades, y me di cuenta de que había sido el Espíritu Santo en mí».
Pablo ha aprendido que «el cristiano es un instrumento para Dios, que nos usa cuando Él quiere y para lo que quiere. Mi misión es estar disponible para la misión de Dios para mí, que en Etiopía me eligió para amar a los que Él quería amar».
La vuelta siempre es dura para un misionero que vuelve de la misión, como también lo fue para Pablo: «Aquí, la vida es muy diferente: la gente se queja, no valora lo que tiene, falta cariño y de amor, falta fe incluso». Para los demás, como por ejemplo sus amigos, Pablo es un valiente, pero «para nosotros la misión es algo normal. Dios nos ha cogido, nos ha llevado y nos hemos ido, y luego volvemos».
Por eso, aunque antes de viajar se preguntaba si sería capaz de amar a los pobres y enfermos y dudaba de su decisión, «hoy, habiendo vivido lo que he vivido, tengo muy claro que mi vocación es misionera, porque yo soy un mero instrumento; lo hace todo Dios. Yo no tengo que ser capaz de nada y soy débil, pero puedo ser misionero porque Dios puede hacerlo en mí».
De hecho, Pablo sigue en el grupo Jóvenes para la Misión, y seguramente este verano volverá a hacer las maletas. «Y en mi horizonte está el poder pasar en el futuro más tiempo, quizá varios años, en la misión», asegura.
El primer pregón del Domund tras la muerte de Anastasio Gil estuvo a cargo de la periodista Cristina López Schlichting, que hizo una semblanza agradecida del último director nacional de Obras Misionales Pontificias, fallecido el 7 de septiembre.
«Anastasio ha dado todas sus energías por los misioneros. Tuvo mil funciones organizativas, pero hizo dos cosas excepcionalmente. La primera, venerar con un respeto absoluto cada céntimo que entraba para las misiones, ahorrando hasta la extenuación. Y, segunda, darnos sin tregua la lata a los periodistas para hacer visibles a los misioneros en los medios», dijo la presentadora radiofónica la semana pasada en la catedral de Valladolid.
Durante su intervención, López Schlichting recordó a varios misioneros españoles que encontraron la muerte en la misión, y declaró que «los misioneros no son gente ingenua, pobres palurdos de épocas pasadas. Tampoco son filántropos, u hombres y mujeres que luchan simplemente por la justicia universal, cosa que también hacen. No, el suyo es un testimonio revolucionario de la verdad. Son seres humanos que van hasta el fondo de sí mismos y regresan con una mirada enamorada que les hace reconocer la dignidad de los otros. Entregan todo porque reciben todo. Existen para restablecer la estatura del ser humano. También la nuestra. El Domund cambia el mundo, yo lo he visto».