Gian Franco Svidercoschi: «Toda su vida era oración» - Alfa y Omega

Gian Franco Svidercoschi: «Toda su vida era oración»

Juan Pablo II es uno de los hombres más conocidos del siglo XX y, sin embargo, su mensaje central todavía no ha sido descubierto: así lo dice uno de los periodistas que más cerca estuvieron de aquel Papa, Gian Franco Svidercoschi. Karol Wojtyla quiso conocer a este escritor italiano cuando todavía era arzobispo de Cracovia, por sus investigaciones sobre Polonia, publicadas en el diario Il Tempo. Nació así una amistad que se extendería durante el resto de su pontificado. Más tarde, el Papa le nombraría subdirector del diario de la Santa Sede, L’Osservatore Romano

Jesús Colina. Roma
Capilla de la Divina Misericordia, en la iglesia del Espíritu Santo, en Roma.

Benedicto XVI dice que la gran herencia dejada por Juan Pablo II ha sido su doctrina sobre la misericordia. ¿El mundo ha comprendido bien a este Papa?
Quizá la Iglesia se ha olvidado de esta gran virtud, pues la misericordia siempre es vista más bien como una obra de misericordia, como consecuencia de algo, y no como un estilo de vida cristiano. Cuando Juan Pablo II hablaba de misericordia, quería decir que la misericordia es algo más que la justicia. Porque la justicia no es el último capítulo de la economía divina en la historia del mundo y del hombre. La misericordia va más allá. Toda su vida quedó plasmada por la misericordia, durante la guerra y después de la guerra, en sus grandes gestos, en los mea culpa… Descubrió en vida el fundamento del misterio de la misericordia, es decir, pedir perdón sin esperar nada a cambio. Pienso que se trata de un gran capítulo abierto en la herencia de Juan Pablo II del tipo de Iglesia que plasmó. Y creo que la beatificación servirá para comprender mejor este mensaje y relanzarlo a la Iglesia y al mundo.

¿Por qué cree que Juan Pablo II es santo?
Porque vivió la santidad en la vida cotidiana. Como decía la Madre Teresa, «la santidad es hacer la voluntad de Dios cada día». Él era así. Desde mi punto de vista, era santo en las relaciones con los demás, y sobre todo en las relaciones con Dios. Se veía cómo era santo en su manera de rezar. Era una relación intensísima. Fue santo por la manera en que se comportó en las situaciones del mundo. Y fue santo por la lección que nos dio, al final, con su sufrimiento, primero como hombre, y como Papa, mostrando cómo la vida tiene varias estaciones y todas deben ser vividas con la misma intensidad, con la misma serenidad y con la misma valentía. Y tengo que decir que cuanto más avanzaba hacia el final, su cuerpo sufriente más se presentaba como testigo del Evangelio.

¿Hubo algún momento particular en el que usted se diera cuenta, de modo evidente, de su santidad?
Cuando rezaba. En la oración, te dabas cuenta de que tenía una relación directa con el Invisible. En particular, recuerdo un momento preciso. Era, si no me equivoco, octubre de 1984. Después de tres semanas sin noticias, apareció en Polonia el cuerpo del pobre padre Jerzy Popieluszko, capellán del sindicato Solidaridad, quien había sido secuestrado y asesinado, aunque esto todavía no se sabía, por alguna ramificación fuera de control de los servicios secretos polacos. Yo era subdirector de L’Osservatore Romano, y esa noche cené con el Papa. Llegó la noticia de la aparición del cuerpo. El Papa dijo: «Vamos a rezar a la capilla». Entonces me puse a rezar intensamente, pues había conocido a Popieluszko en Polonia, y le dije a Dios: «Tienes que abrir los brazos lo más que puedas a este hijo de la Iglesia, que verdaderamente ha amado a su pueblo, ha amado a los obreros polacos y se ha sacrificado por ellos». De repente, abrí los ojos, y vi al Papa y la intensidad con la que rezaba: su relación con Dios. Dejé de rezar. Él bastaba. Se podía ver cómo rezaba en cada momento, en cada situación. Muchos recordarán que pedía que le pusieran en el reclinatorio en el que rezaba las intenciones de oración de la gente, pues él rezaba por todos. Era increíblemente un Papa de oración. Toda su vida era una oración. Una noche, estaba en una comida, esperando una llamada telefónica de Bush, y dijo: «Voy a rezar». Cuando recibió a Mijaíl Gorbachov, tras setenta años de lucha entre la Iglesia y el comunismo, lo primero que le dijo fue: «¿Sabe? Me he preparado para este encuentro rezando». Y creo que desmontó todos los planes que traía Gorbachov para ese encuentro.

Juan Pablo II pasó a la Historia como el hombre que derrotó al comunismo, es decir, como un político. Esto podría parecer un problema para el reconocimiento de su santidad. Parecería que se metió demasiado en los problemas del mundo. ¿No hay contradicción?
Decir eso significa no haber entendido nada de este Papa. Yo tuve la ventaja de comprenderlo años antes, cuando, en un Congreso eucarístico, en Pescara, por primera vez vi a la Madre Teresa, esa mujer menuda, con sus sandalias y sus pies… Dije: «El Evangelio en las manos de esta mujer es dinamita». Y lo mismo sucedía con el Papa. Del Evangelio, hacía que se derivara todo lo demás. Cuando fue a Francia, en 1980, la prensa estaba llena de provocaciones ofensivas. Él llegó, y todo cambió. La explicación la dio alguien ni mucho menos cercano a la Iglesia, el gran escritor Eugène Ionesco: todos se esperaban a un hombre que hablara de política, y él ha hablado de Dios.

Del Evangelio, descendía a la buena política, a la justicia y, sobre todo, a la caridad. La gente decía que era anticomunista, porque había caído el Muro, aunque él mismo, en Memoria e identidad, explica que sería ridículo pensar que él podía tirar el Muro con sus manos. Luego, él mismo advirtió de que no había vencido el otro sistema, el capitalismo; entonces fue visto como antiamericano… Pero él razonaba con otras categorías, con categorías teológicas, morales. Veía todo desde ese punto de vista, y por eso veía las cosas de manera anticipada. No fue un Papa político. Era un hombre de Dios, incluso cuando hablaba de política.