Garralda, un jesuita de los grandes
A los 96 años fallecía el sábado 30 de junio Jaime Garralda, sacerdote que revolucionó las prisiones españolas y entregó su vida a los marginados sociales
«He vivido feliz, contento, rodeado de cariño y queriendo», decía en 2013 al volver la vista atrás el jesuita Jaime Garralda en su autobiografía Vivir para amar es vivir (Espasa). Deambulando de proyecto en proyecto sin domicilio fijo, compartiendo techo con adictos a las drogas y marginados sociales. Esa fue la tónica durante casi toda su vida. Desde 2008, no tenía ya cargos en la fundación que lleva su nombre, porque a él nunca le costó delegar ni cayó en la tentación de considerarse imprescindible. «No quiero mandar, prefiero ser querido», decía, orgulloso de presentarse como un eslabón más en una cadena de más de 1.000 voluntarios que han iniciado una auténtica revolución en las prisiones españolas, promoviendo profundos cambios con sus hogares de reinserción para reclusos, sus módulos de rehabilitación para drogodependientes o las casas y unidades para que cumplan condena madres con bebés en un ambiente más adecuado para el desarrollo de los niños.
En sus 40 años de existencia, la Fundación Padre Garralda–Horizontes Abiertos ha ayudado a más de 40.000 personas a rehacer su vida, ha curado a otras 6.000 de sus adicciones y ha atendido a unos 2.000 bebés encarcelados con sus madres. Siempre codo con codo con los funcionarios y con los responsables políticos de las prisiones. «Me ayudó a distinguir lo imprescindible de todo lo demás», decía el domingo en un tuit de condolencia por su muerte Mercedes Gallizo, secretaría general de Instituciones Penitenciarias en el Gobierno Zapatero, recordando cómo se dejó liar por el sacerdote al comprometerse con él a «sacar a los niños de la cárcel».
El Ministerio del Interior se sumaba a los mensajes de pésame y daba las gracias por «toda una vida dedicada al trabajo en las cárceles», mientras el presidente de la Comunidad de Madrid, el popular Ángel Garrido, destacaba que «el padre Jaime Garralda era ante todo buena persona». «La persona más buena y generosa que he conocido», apostillaba su antecesora en el cargo, Cristina Cifuentes, quien en noviembre de 2016, aún al frente del ejecutivo madrileño, inauguró uno de los últimos proyectos de la fundación: un chalet en Villanueva de la Cañada (Madrid) para enfermos crónicos sin hogar. Allí estaba ese día Garralda, tan alegre como siempre, aunque ya con la bombona de oxígeno a cuestas.
Una vida épica
Al ver ya próximo el final de sus días en la tierra, escribía el fundador de la Fundación Padre Garralda–Horizontes Abiertos: «He vivido al calor de mi Padre, Dios. Teniendo por compañero de camino a Jesucristo: Dios. Iluminándolo todo el Espíritu Santo: Dios. ¿Hay alguien más? Sí: Dios».
Dios… presente de forma especial en sus marginados. Esos que no llegan siquiera a la categoría de pobres: toxicómanos, enfermos de sida, personas sin hogar… Hombres y mujeres que a menudo ni tienen nombre (solo un mote), huelen mal y casi nadie les mira a los ojos ni se detiene al verlos tirados en el suelo. Como los antiguos apestados. O los leprosos de los tiempos de Jesús, solía decir Garralda. Esos son a los que él eligió entregar su vida.
Muy pocas veces le abandonaba el buen humor. Sí le molestaba la condescendencia de algún voluntario nuevo si le descubría sermoneando a algún preso. Y la insensibilidad de muchos cristianos, sacerdotes y obispos incluidos. «Estoy profundamente cabreado», reconocía en el prólogo de otro de sus libros, Dios está en la cárcel (Desclée de Brouwer, 2009), pidiendo que el pueblo de Dios estuviera «agolpado en el servicio a los pobres y menos preocupado por si aquel besito fue pecado».
La vida de Jaime Garralda reúne toda la «épica» necesaria para contarse entre los grandes nombres de la Compañía de Jesús con los que él solía bautizar los proyectos de la fundación: Estanislao de Kostka, Luis Gonzaga, Ignacio Ellacuría, Pedro Arrupe, Alberto Hurtado…
Joven inteligente y brillante, procedente de una familia acomodada, a los 21 años, descubre que está llamado a ser jesuita: a las nueve de la noche del 2 de septiembre de 1942, recordaría siempre con asombrosa precisión.
Muy pronto despunta, ya en el noviciado. La gran revelación se produciría en Granada, donde es enviado a estudiar Teología y un terremoto sacude varias poblaciones, en especial Albolote. Su astucia y osadía arrancan del mismísimo Franco la decisión no solo de reconstruir la localidad, sino de parcelar la finca de un marqués para quien todo el pueblo trabajaba. Si ya le adoraban los gitanos, ahora el pueblo entero inicia una suscripción para comprarle el mejor cáliz que pudiera encontrarse. «Mirad, no soy sacerdote… La bendición que os voy a dar no vale», les advierte, pero toda la plaza se pone de rodillas, incluyendo al rector de la universidad de los jesuitas. «¡Esta no te la perdono!», le dice sonriendo.
Ya ordenado, es elegido para suceder al padre Morales al frente del Hogar del Empleado de Madrid, gran obra asistencial vinculada a la Compañía de Jesús. De ahí nacerían el Movimiento Apostólico Seglar y seis nuevas residencias para unos 600 adolescentes. Hasta que, asustado por el vertiginoso crecimiento del Hogar, su provincial lo envía a misiones a Panamá por dos años. Obedece con pesar. Y regresa con la misma obediencia, desoídas por sus superiores las peticiones de una prórroga del arzobispo e incluso del presidente de la República de Panamá, donde le había dado tiempo a poner en marcha una ingente obra social.
De nuevo en Madrid, pasa un tiempo sin encargos en la residencia de los jesuitas de Maldonado, hasta que le envían a una comunidad de viudas. Imposible prever que de aquella insulsa misión pronto surgiría un potente movimiento nacional, la Confederación Nacional de Federaciones y Asociaciones de Viudas.
Pero en Maldonado no encuentra su sitio. Pide permiso para irse a vivir en una chabola en Palomeras, junto al Pozo del Tío Raimundo, con tres militantes del Hogar del Empleado. Son los años de la Transición. Y de la epidemia de la heroína. Garralda empieza a alojar a yonquis en su chabola. A raíz de la detención de la sobrina de unos vecinos, termina convertido, por una cadena de carambolas, en capellán de la cárcel de Yeserías, sin dejar de atender por las mañanas sus responsabilidades en la pastoral universitaria del Arzobispado de Madrid.
Al frente de un movimiento vecinal contra la especulación inmobiliaria que amenaza con la demolición de Palomeras (con cerca entonces de 100.000 habitantes), obtiene un buen acuerdo: pisos a cambio de las chabolas. Dos de esos pisos se convertirían en las dos primeras casas de acogida para reclusos en España, para varones y mujeres respectivamente que, al carecer de red social, no podían salir de permiso. María Matos, joven madre entonces de tres niños, sería desde entonces su mano derecha, al frente del equipo de voluntarios de Horizontes Abiertos.
El trabajo se multiplica, comenzando por las madres presas. Jaime Garralda conocería pronto una realidad que le rompería el corazón. Fue en la cuarta planta del Gregorio Marañón. «Lo que vi dentro no lo podré olvidar», escribe en Dios está en la cárcel. En la puerta, «maderos armados hasta los dientes». Dentro, supuestos presos peligrosos, desnudos sobre las camas (era verano y hacía calor). Faltaban varios años todavía para la llegada de los retrovirales y allí «no había personas: solamente huesos y ojos. Pero hablaban. Me olvidé de todo y les di el único consuelo que eran capaces de recibir: les miré fijo fijo a los ojos. Con cariño, con piedad. Y les hablé de Dios».
María Matos conoció a Jaime Garralda hace 43 años por mediación de sus suegros. Ya nunca se separó de él. El jueves 21 de junio tuvieron su última conversación larga: «Nunca te olvides, María, de que eres cofundadora conmigo de la fundación», le dijo el sacerdote a quien, cuatro días más tarde, le sustituiría oficialmente en la presidencia de honor. «Gracias por cómo te has fiado de mí», respondió ella, dispuesta –cuenta a este semanario– a «alentar en estos momentos duros a los voluntarios y a transmitirles ese mensaje de ilusión y de amor a los que más sufren, que es el legado que nos deja el padre Garralda».
La vida sigue en la fundación. María Loring, presidenta en Sevilla, tiene todo listo para marcharse un año más de campamento de verano. Serán unas 75 personas en Algeciras, entre reclusas, niños y voluntarios, la mayoría de los cuales se conocen de las actividades de todo el curso. «Es una ilusión enorme verles disfrutar en la playa», cuenta.
Del legado del padre Garralda, Loring destaca su «alegría». Y «una fe que mueve montañas y moviliza a todo el que está a su alrededor». ¿El secreto? «El Evangelio él lo tiene trillado». Por eso «llega tanto a la gente. Cuando le ves a él se entiende el mensaje de Jesucristo».
María Matos recuerda con especial cariño las Misas de Garralda en la cárcel o las que cada mes celebran voluntarios, expresidiarios y personas sin hogar en la residencia de Las Tablas (Madrid), desde hace un tiempo a cargo del capellán de la fundación, el jesuita Juan José Tomillo. «Con qué cariño participan y reciben a Dios, muchos con lágrimas en los ojos», dice la presidenta de honor. «Y con qué cariño los miraba y los hablaba Jaime: nunca juzgándolos, sino queriéndolos y dándoles la mano, ofreciéndoles su confianza, y recordándoles siempre que Dios, su Padre, les quiere y les espera».