Galleta, mi maestro - Alfa y Omega

Galleta fue el regalo de cumpleaños de Sofía. Un hámster ruso que el empleado del Carrefour metió en la jaula con una sonrisa, augurando que sería un ejemplar sano y cariñoso. Uno de esos regalos con los que los padres separados intentamos reparar el daño que hemos hecho a los hijos con nuestros infiernos adultos (los hay que no se han separado con los mismos infiernos, pero más largos por no separarse). Desde el primer día, la vida de Galleta ha sido elemental: metido en su pequeño feudo rectangular equipado con una rueda y una rampa de plástico amarillo, comía pipas y pienso, bebía agua, dormía entre el heno de alta montaña con el que acolchábamos sus peripecias y se ponía de pie para exigir una caricia en cuanto escuchaba nuestros pasos. 

Galleta empezó siendo el ratón de Sofía, pero ha llegado a ser mucho más que eso. Las semanas en las que estoy solo en casa, Galleta era la otra respiración, los únicos ruidos de las noches más oscuras en las que yo lidiaba con mis fantasmas. Mi confidente, mi vecino, mi terapeuta. Algo así como el balón con el que habla Tom Hanks cuando interpreta a un náufrago. No pocas veces lo colocaba sobre mi pecho y acariciaba con el índice su cogote, delante de la tele. Aquella bola peluda con bigotes llegó a ser una suerte de salvavidas. Cuando llegaba a casa, me acercaba a la jaula y miraba su cuerpo terapéutico abultándose con el aire y aquella visión me bastaba para sentirme bien. No estoy solo porque está Galleta, me decía. Cuando me levantaba con los músculos rígidos por una pesadilla, me decía: no estoy solo porque está Galleta. 

Galleta, te echo tanto de menos. 

Hace dos semanas Galleta comenzó a cojear. Una de las patas delanteras se quedó inútil y daba vueltas sobre sí mismo como un derviche, se arrastraba, no podía desplazarse a su velocidad habitual. Ya no se ponía de pie para pelar pipas o pedirnos que lo cogiéramos. Yo sufría siendo un testigo inútil de su deterioro. Sofía sufría también, mirándolo dar vueltas sobre sí mismo. «¿Qué le pasa?», me preguntaba. «Está viejo», le respondía yo, sabiendo que se había cumplido el tiempo que dicen que dura la vida de un hámster ruso: aproximadamente dos años. 

Hace pocos días lo encontré muerto. Abrí la jaula, toqué su cuerpo frío, lloré, enterré su cadáver diminuto alegrándome de que Sofía no estuviera en casa esa semana. ¿Estás seguro de que se ha muerto?, me preguntó al teléfono, entrecortada. «Tenía que pasar tarde o temprano», le contesté, la muerte nos alcanza a todos y tenemos que aceptarlo y transformar esa certeza en algo creativo. Y le envié la foto de su última postura. Galleta había formado en el heno un cráter perfecto en el que yacía inmóvil, en posición fetal. Como dormido. Era tan tierna la imagen, había tanta aceptación en esa manera de esperar su momento.

Mi hija ha aprendido la muerte gracias a Galleta. Yo he aprendido la obediencia. Los animales no tienen ego, les trae sin cuidado su identidad, no construyen relatos sobre sí mismos ni anhelan perpetuarse más allá de su ciclo vital. Los animales viven aquí y ahora, como lo niños, como los moribundos. Galleta hizo una cuna con el único brazo que tenía, se acomodó y esperó mientras agonizaba, sabiendo que era el momento de partir. Una mascota puede ser un buen maestro. Gracias, Galleta.

A veces, cuando cruzo el pasillo y miro la jaula vacía en la habitación de Sofía, me enjugo una lágrima y sigo adelante, sonriendo porque Galleta vive ahora dentro de mí, porque me ha entregado su obediencia. Y no pienso guardar la jaula vacía. Quizá sea ese vacío que hay ahora otro animal. Otra lección que debo aprender en este momento de mi vida en el que más que nunca veo por todas partes la impermanencia.