Gabo no creía en Dios, pero le temía - Alfa y Omega

Es curioso escribir sobre el décimo aniversario de la muerte de Gabriel García Márquez cuando todavía no he tomado plena conciencia de que se haya ido. Para muchos, como para mí, sigue ahí, como ausente, y tarde o temprano volverá a aparecer con una llamada, otro gran libro u otra entrevista. Carmen Balcells (1937-2022), su agente literaria para el idioma español, dijo el día del fallecimiento del escritor: «No, no ha muerto. Ha pasado a otro estado», como cuando —él mismo lo anticipaba— «los linajes condenados a cien años de soledad tendrán finalmente, y para siempre, una segunda oportunidad aquí en la tierra».

La muerte, que para él era algo familiar —«todos los ríos desembocan en el océano donde se mezclan las vidas»—, había entrado con inmensa fuerza en su talentoso genio creador. En La Habana, en 1973, en una reunión informal de políticos e intelectuales latinoamericanos con Fidel Castro tras el golpe de Pinochet en Chile, García Márquez, bajo la presión de decenas de preguntas, contó que los cientos de nombres de los personajes que pueblan sus obras eran todos construcciones fantásticas suyas tomadas de las lápidas de los muchos cementerios que visitó desde México hasta la Patagonia.

Luego concluyó señalando con el dedo a los presentes, en primer lugar a Fidel Castro, que para la ocasión vestía por primera vez su uniforme de general diseñado y confeccionado en la Unión Soviética: «Todos ustedes, recuerden que la vida termina en una lápida. Es una hora especial. No creo en Dios, pero le temo».

«No creer en Dios, sino temerle», le dijo al Papa san Juan Pablo II en un encuentro en el Vaticano (1979), que narró con cariño años después a sus numerosos amigos en Italia.

En sus obras, sobre todo en Cien años de soledad, Gabriel García Márquez nos sorprende con la plúmbea presencia de la Biblia a través de numerosas citas. Sobre este asunto, muchos estudiosos, expertos y devotos del gaboísmo literario siguen discutiendo, creyendo haber encontrado la fuente bíblica precisa de la narrativa del escritor, a partir del coronel Aureliano Buendía y las historias de sus 17 hijos.

Gabriel García Márquez no era una persona religiosa, pero tampoco era un laicista. Su fe sigue siendo una parte desconocida de su extraordinaria vida. Era un hombre bueno, rebosante de generosidad, y tenía un respeto reverencial por todo lo sagrado. Consideraba la vida algo sagrado en sus muchas y grandes noblezas y en sus terribles miserias. Él, que amaba a la humanidad con una especie de sacro desencanto, decía que «si Dios no hubiera descansado los domingos podría haber mejorado mucho nuestro mundo».