Léon Bloy: Furor, gracia y compasión
Monsieur Bloy, quizás algunos solo le recuerden por su furor, pero lo justo es también recordarle porque fue un hombre lleno de gracia y de compasión
Querido monsieur Bloy: Desde que el Papa Francisco le ha citado en alguna de sus homilías de Santa Marta, hay personas que se han interesado por usted. Quizás no vayan a leer sus libros, no siempre fáciles de encontrar en español, pero quieren saber algo más del hombre que escribió que «el dinero es la sangre del pobre», «solo existe una tristeza: la de no ser santos» y «quien no le reza a Dios, le reza al diablo». Son afirmaciones que encierran una cierta radicalidad, un dejar de lado lo accesorio para centrarse en lo realmente importante.
No ocultaré a los que saben poco de Léon Bloy que usted fue un hombre de carácter ardiente y combativo, poco dispuesto a encerrarse en los límites de la mediocridad porque vivió una época de Francia en la que las polémicas formaban parte de la vida pública, un tiempo que los franceses se situaban inexorablemente en bandos opuestos. Eran los años de la Tercera República, en la que las autoridades aspiraban a borrar la fe cristiana del espacio público y no era difícil confundir la moral cristiana con la moral burguesa, algo que indignaba profundamente a usted y a otros escritores amigos suyos que experimentaban una cierta satisfacción en escandalizar a los burgueses. El alma burguesa era un sinónimo de putrefacción. Además, usted hubiera preferido que los ricos de su tiempo fueran paganos e idólatras. Al menos, habrían sido consecuentes, pero lo peor es que pretendían ser católicos a carta cabal y ocultar sus ídolos en las llagas de Cristo.
Desprecio acompañado de oraciones y lágrimas
Hay cristianos que dirían de usted que no vivió la caridad, pero me da la impresión que les habría replicado que Jesús también fustigó con sus palabras a los fariseos hipócritas. En su último libro, En las tinieblas, aparecido semanas antes de su muerte el 3 de noviembre de 1917, enfilaba su artillería verbal contra la fe de muchos de sus contemporáneos, al resultarle estúpida, hedionda y digna del sepulcro. Sin embargo, tampoco salía bien parada la razón, presunta superadora de la fe, tan pobre y hambrienta de argumentos que había llegado al extremo de saciarse con la basura de cierta filosofía alemana. Para esa fe y esa razón, monsieur Bloy, usted guardaba con orgullo todo su desprecio que, por cierto, no era mudo sino que iba acompañado de oraciones y lágrimas.
Hace un siglo usted experimentó en su espíritu la tragedia de la gran guerra, todo lo opuesto a los combates heroicos del pasado que habían sido sustituidos por el barro de las trincheras, los gases asfixiantes y la lluvia indiscriminada de obuses. Se aferraba, sobre todo, al recuerdo de la grandeza militar de Napoleón, cuya vida consideraba un poema que nadie superaría jamás. En cambio, el libro más vendido en aquellos años era El fuego de Henri Barbusse, un alegato contra la guerra que a la vez negaba a Dios partiendo de la existencia del sufrimiento. Barbusse soñaba con que el principio de igualdad mataría todas las guerras y hablaba de fraternidad, al igual que los primeros revolucionarios franceses pero, como bien advirtió usted, sus llamamientos a la fraternidad no tenían una base sólida. Cuando los hermanos carecen de padre, las buenas intenciones suelen quedarse en retórica vacía.
Entiendo que haya lectores que quieran alejarse de usted, monsieur Bloy. Encuentran su estilo demasiado irascible y cruel, y otros le calificarán de extremista o chovinista. Su juicio me resulta injusto. En sus arrebatos no hay que buscar ningún tipo de malicia. Por el contrario, son expresión de un clamor por la inocencia perdida, son consecuencia de la decepción del converso que pensaba que cualquier bautizado, sobre todo si dice ser practicante, era de los suyos y tenía en él a un verdadero hermano. En determinadas situaciones, el converso se arma de paciencia o bien opta por clavar su aguijón, en este caso literario, a quienes considera hipócritas.
Compasivo ante el sufrimiento
Tampoco yo mismo comprendo que usted se mostrara crítico con el Papa de entonces, Benedicto XV, porque hubiera deseado que apoyara expresamente a una Francia, en otro tiempo primogénita de la Iglesia, castigada por las devastadoras armas de unos alemanes a los que usted no consideraba soldados sino bandidos. La neutralidad del Pontífice le parecía un pecado imperdonable, digno de los castigos del Apocalipsis. Pero el Bloy nacionalista no podrá nunca oscurecer al Bloy generoso, tierno y compasivo ante el sufrimiento de los humildes, al autor de la novela La mujer pobre, que fascinó a los esposos Jacques y Raissa Maritain hasta el punto de acercarlos al catolicismo y cambiar sus vidas para siempre. También fue usted el padrino de Bautismo del escritor holandés Pieter van der Meer, que siempre recordaría aquella frase suya de que se puede vivir sin pan, sin vino, sin techo, y hasta sin amor y sin felicidad, pero que no se puede vivir sin el misterio, pues así lo exige la naturaleza humana.
Monsieur Bloy, quizás algunos solo le recuerden por su furor, pero lo justo es también recordarle porque fue un hombre lleno de gracia y de compasión.