Francisco: viaje a las entrañas de la peor catástrofe
Tristeza y esperanza. Tragedia y alegría. Sentimientos cruzados en dos rostros, a pocos metros uno del otro. Wafa y Francisco. La mujer refugiada de grandes ojos y sonrisa interminable. El Papa de rostro sombrío y conmoción por el llanto de los niños. Todo en un mismo avión, en el vuelo papal de Lesbos a Roma. Ocurrió el pasado sábado, 16 de abril, fecha que el Pontífice difícilmente podrá olvidar. En esa isla griega, Francisco vivió un personal viaje a las entrañas de la catástrofe humanitaria más grave desde la Segunda Guerra Mundial
Wafa, con su velo blanco y su piel curtida por el sol, fue uno de los doce refugiados que abordaron de repente el avión papal en el aeropuerto de Mitilene, la capital de Lesbos, para viajar a la capital italiana. Pasadas las tres de la tarde, mientras Francisco llegaba con su comitiva a la pista, las familias –todas musulmanas y de nacionalidad siria– se lanzaron sobre la escalerilla de la aeronave. Lo hicieron corriendo, en un abrazo desesperado a la libertad.
Tres matrimonios con hijos. Hasan y Nour, Ramy y Shuila, Osama y Wafa. Sus caras reflejaban incredulidad. Sus hijos, de diversas edades, no podían esconder miradas de miedo y sorpresa. Su embarque se logró gracias a frenéticas negociaciones del Vaticano con los gobiernos de Grecia e Italia. «Todo se hizo en regla», aclararía más tarde el propio Francisco. Una operación que se concretó en apenas una semana, después de que un colaborador del Papa le sugiriese la idea.
«Inmediatamente dije que sí. Sentí que el Espíritu hablaba», contó el líder católico. «Ellos serán huéspedes del Vaticano, que se encargará de conseguirles trabajo o manutención», agregó. La Comunidad de San’t Egidio se ha encargado de conseguirles una residencia en Roma.
«Es un viaje triste»
Ese gesto sin precedentes fue el corolario de la visita de apenas cinco horas que Francisco realizó a la isla griega, epicentro del flujo de migrantes que huyen de la guerra y la persecución en Medio Oriente. «Es un viaje triste, nosotros vamos a encontrar la catástrofe humanitaria más grave desde la Segunda Guerra Mundial. Vamos y lo veremos, tanta gente que sufre, que no sabe dónde ir, que ha tenido que huir e iremos también a un cementerio en el mar. Tanta gente ahí, ahogada», había anunciado el Papa a los periodistas, en el vuelo de ida.
Una visita relámpago no solo para estar junto a los refugiados, sino también para agradecer la generosidad del pueblo griego. Como lo hizo en 2013 con su reconocimiento a la población de la isla de Lampedusa, la última frontera de Italia que constantemente recibe los barcos de desplazados procedentes de África.
Una vez aterrizado en el aeropuerto de Mitilene, el Papa se reunió en privado con el primer ministro de Grecia, Alexis Tsipras. Francisco reconoció la generosidad de los pobladores de ese país, pese a la crisis económica que padecen. Mientras lo saludaba, el mandatario le dio las gracias «por sus mensajes a favor de la acogida mientras otros líderes cristianos en Europa construyen muros». Una no tan velada referencia a las barreras construidas en las últimas semanas en Macedonia, Hungría y, más recientemente, en Austria.
Allí mismo, en el base aérea, Francisco abordó un minibús acompañado por los líderes ortodoxos Jerónimo, arzobispo de Atenas y de toda Grecia; y Bartolomé, patriarca ecuménico de Constantinopla. Fue de ellos la idea original de visitar Lesbos, como un gesto humanitario más que político. Así lo hicieron saber en una carta enviada al Vaticano a finales de marzo. Bergoglio respondió inmediatamente sí y la maquinaria diplomática se puso en marcha.
Pocas horas antes de partir para la isla, el Pontífice les confió a dos obispos mexicanos: «Lo importante es el diálogo, hay que estar presentes, donde están las tragedias».
Visita a Moria
Esa presencia la sintieron los residentes del campo de refugiados de Moria, a ocho kilómetros al norte de Mitilene. Allí, confinados detrás de altas alambradas, conviven más de 2.000 personas. No pueden abandonar esa mini ciudad, en espera de recibir el asilo o de ser repatriados a sus lugares de origen, donde los esperan el hambre, la guerra y la violencia.
«Vinimos sencillamente para estar con ustedes y escuchar sus historias, para atraer la atención del mundo ante esta grave crisis humanitaria y para implorar la solución de la misma. […] Todos sabemos por experiencia con qué facilidad algunos ignoran los sufrimientos de los demás o, incluso, llegan a aprovecharse de su vulnerabilidad. Pero también somos conscientes de que estas crisis pueden despertar lo mejor de nosotros», explicó Francisco desde un improvisado podio, bajo una gran tienda de campaña.
Antes había saludado, de mano, a más de 300 refugiados. Las escenas de ternura se sucedieron velozmente, como cuando Bartolomé tomó en brazos a un recién nacido y comenzó a lanzarlo suavemente al aire, casi como un abuelo. Junto a él, Francisco lo miraba divertido. Tomó al bebé y lo besó dos veces, antes de regresarlo a su padre.
«No están solos»
«¡Quiero decirles que no están solos. […] ¡No pierdan la esperanza!», insistió el Papa en su discurso. «No los vamos a olvidar, vamos a ser su voz», señaló por su parte Bartolomé. A los dos se les veía emocionados después de haber consolado y bendecido a tantas personas, especialmente a las más desesperadas, como a una niña que se echó llorando a los pies de Francisco, o una señora que rompió en gritos de dolor.
En el campo de Moria, los tres líderes religiosos sellaron su compromiso humanitario firmando una declaración conjunta en la cual advirtieron: «La opinión mundial no puede ignorar la colosal crisis humanitaria originada por la propagación de la violencia y del conflicto armado». «Hacemos una llamada a la comunidad internacional para que responda con valentía, afrontando esta crisis humanitaria masiva y sus causas subyacentes, a través de iniciativas diplomáticas, políticas y de beneficencia, como también a través de esfuerzos coordinados entre Oriente Medio y Europa», añadieron en el escrito.
Para suscribir con hechos sus palabras, concluyeron el paso por el campo compartiendo un almuerzo con ocho refugiados en un container. Inmediatamente después se dirigieron al puerto de Mitilene para reunirse con la población local. El Papa volvió a tomar la palabra y a mandar un mensaje, esta vez dirigido a Europa.
Francisco reconoció que la preocupación de las instituciones y de la gente es «comprensible y legítima», pero instó a no olvidar que los emigrantes –antes que números– son personas, son rostros, nombres e historias. «Europa es la patria de los derechos humanos, y cualquiera que ponga pie en suelo europeo debería poder experimentarlo. Así será más consciente de deber a su vez respetarlos y defenderlos», apuntó.
La memoria de los niños
El momento posterior estuvo cargado de simbolismo. Francisco, Jerónimo y Bartolomé lanzaron al mar tres coronas de laurel que recibieron de manos de niños griegos. Un homenaje silencioso a todos aquellos que perdieron la vida en el mar, ese «cementerio moderno» de quienes buscan una vida mejor.
Un recuerdo que se extendió en la oración pronunciada por el líder católico un momento antes: «Padre, despiértanos del sopor de la indiferencia, abre nuestros ojos a sus sufrimientos y líbranos de la insensibilidad, fruto del bienestar mundano y del encerrarnos en nosotros mismos. Ilumina a todos, a las naciones, comunidades y a cada uno de nosotros, para que reconozcamos como nuestros hermanos y hermanas a quienes llegan a nuestras costas. Ayúdanos a compartir con ellos las bendiciones que hemos recibido de tus manos».
Ya a bordo del avión papal y de regreso a Roma, Francisco quiso compartir con los periodistas de su comitiva el dolor vivido con los refugiados. El Papa aseguró que comprende «cierto temor» de los gobiernos y de los pueblos a la hora de afrontar el drama de los migrantes. Reconoció necesario tener «una gran responsabilidad» a la hora de acogerlos, pero ratificó que construir muros no es la solución.
Entonces tomó unos dibujos que le regalaron niños del campo y los mostró conmovido. «¿Qué quieren estos niños? Paz, porque sufren», afirmó. Y siguió: «Pero, ¿qué no han visto esos niños? Hoy, de verdad, daban ganas de llorar. Miren esto: han visto también ahogarse a un niño. Esto lo tienen en el corazón. Los niños tienen esto en la memoria. Se necesitará tiempo para que lo elaboren. Miren este otro dibujo: el sol que observa y llora. Y si el sol es capaz de llorar, también nosotros lo somos. Nos haría bien una lágrima».
Una lágrima que contrasta con la felicidad de aquellos doce refugiados que viajaron en ese mismo avión. Meses atrás, sus casas, en Damasco y Deir Azzor, fueron bombardeadas. Con gran esfuerzo y enorme riesgo lograron dejar Siria con destino a Turquía y, de ahí, a Lesbos. En aquel campo se abrió para ellos una luz de esperanza cuando los voluntarios de la Comunidad de San’t Egidio les plantearon la posibilidad de ir a Roma. Entonces no sabían, ni imaginaban, que su salvación vendría de la mano de un hombre vestido de blanco.