Flores entre las ruinas de Avdíivka
La ciudad de Avdíivka, en el Donetsk, se ha convertido en una de las heridas más sangrantes de la invasión rusa de Ucrania. No llegan los grupos de rescate y son los vecinos los que se apoyan. «Esta es mi casa», aseguran los que resisten. En medio de los escombros han plantado flores y huertos, porque «necesitamos un poco de belleza en este sitio»
Un invernadero pequeño en medio de la calle destaca en este paisaje; parece estar fuera de lugar y de contexto. En la entrada a uno de los edificios de nueve plantas se encuentra un hombre de unos 50 años que nos mira con cautela, pero al reconocer a mis acompañantes se acerca y sonríe. Me presento, pero el hombre, en vez de iniciar la conversación, me coge de la mano y me enseña unas casitas para los pájaros colgadas en los árboles.
«Ese hombre es sordo», explica Muja, uno de los policías que me guían por la ciudad de Avdíivka. Muja es el apodo —en español se traduce como mosca— de un chico sonriente y simpático de unos 29 años que pasó la última década de su vida en combates. Su unidad de las Fuerzas Especiales Kiev estuvo en esta ciudad antes de la invasión a gran escala, por lo que tanto para él como para el resto de la gente de la región la guerra empezó en el año 2014.
Si la tierra tuviera una filial del infierno, Avdíivka sería una de ellas. Situada en el este de Ucrania, en la región de Donetsk, se ha convertido en la herida más sangrante de esta guerra. Al igual que Mariúpol y Bajmut, la ciudad acabó siendo una obsesión para el Kremlin, y su Ejército, su objeto de ira. Cada día que pasa se está borrando más a Avdíivka de la faz de la tierra: las pilas de piedras se convierten en las fosas comunes para los pocos habitantes que quedan. Los grupos de rescate ya no pueden llegar aquí por el peligro: la única carretera que lleva a la ciudad también está en la zona de alcance de artillería rusa. Los vecinos y la policía son los que intentan sacar a la gente atrapada en las trampas de piedra. Tras pasar por una de las calles, Muja enseña unas ruinas y explica: «Esto fue hace unos cuatro días. Todavía queda gente debajo, pero no podemos acceder de ninguna forma. Aunque ya están todos muertos». Horas después reconoce que sus peores miedos son acabar en el cautiverio ruso o enterrado vivo en algún sótano.
Los militares ucranianos que luchan en la zona aseguran que el bombardeo de aviación y la destrucción de toda la infraestructura es «lógico» desde el punto de vista estratégico de los rusos. Ellos creen que entrarán en la ciudad algún día y de esa forma intentan crear una ventaja y evitar las batallas callejeras, como pasó en Bajmut.
Tras 14 meses de bombardeos constantes es difícil imaginar que esa urbe tuvo mucha vida. Pero, a pesar de su ubicación cercana al territorio controlado por las fuerzas prorrusas, la rutina de la gente local no era distinta a la de cualquier otra de las localidades de la región. Hubo trabajo, los restaurantes y los centros culturales estaban llenos de gente. Los parques y los murales de colores brillantes pintados en las fachadas de arquitectura soviética insinúan que Avdíivka fue una vez bonita. Antes de la invasión a gran escala vivían unos 20.000 habitantes. Ahora solo edificios con agujeros negros en lugar de ventanas observan las calles vacías con tristeza. El crujido de los cristales, el zumbido del viento y el silbido de los cohetes crean una banda sonora escalofriante, un réquiem por Avdíivka.
Un contraste especial con este paisaje tan triste lo crean los tulipanes y los árboles en flor que aparecen en diferentes rincones de la ciudad, entre las ruinas, como si nadie hubiese avisado a la primavera de una destrucción masiva planeada…
La subida de las temperaturas también ha traído nuevas esperanzas para la gente de Avdíivka, unas aproximadamente 2.000 personas que llevan principalmente una vida subterránea, entre el racionamiento militar, los carteles pegados en las paredes con «el punto de invencibilidad» o el sótano en el centro de la ciudad, desde donde los voluntarios reparten comida, ofrecen ducha y sopa caliente y llaman a la gente para evacuar las calles de forma urgente.
Sin embargo, los habitantes se enfadan al escuchar preguntas sobre la posibilidad de salir de la ciudad. Se quedan porque «es mi casa», porque aquí tienen una comunidad que les acepta, porque no quieren empezar desde cero y, en la mayoría de los casos, porque tienen miedo a lo desconocido. Marina, una mujer que a primera vista parece dura y optimista, que organiza el trabajo en el sótano central, cuando explica su decisión de quedarse en la ciudad empieza a morderse el labio nerviosamente y sus ojos se llenan de lágrimas. «Mi familia sabe que si intenta convencerme de salir de aquí acabaremos discutiendo», comenta, y añade: «Me fui de la ciudad una vez. Llegué a Pokrovsk, [una ciudad relativamente segura de la región] y me puse a llorar. Aquí nos apoyamos mutuamente, nos conocemos todos. Aquí escuchamos las explosiones, pero allí no aguanto el silencio».
El hombre sordo se llama Andriy. Ninguno de nosotros habla el lenguaje de signos, pero él nos intenta contar su historia escribiendo con el dedo en la mano. Sus hijos fueron evacuados y él se quedó con su mujer: taparon las ventanas con maderas e intentan mantener una vida normal. Una de las reglas básicas de la supervivencia en las zonas del frente es tener un oído perfecto que permita distinguir el tipo de armamento, quién dispara y la distancia hasta la explosión. A Andriy le ayuda su perro; su reacción le indica cuándo hay que ir al refugio. Cerca de su casa también nos enseña los cachorros rescatados que ahora viven con ellos. Parece que Andriy está salvando perros y gatos, creando casas para los pájaros, como si intentase igualar el balance entre la vida y la muerte que en este lugar acecha en cada esquina.
Los habitantes de Avdíivka tienen «mala fama» para los que conocen la situación humanitaria allí, porque consideran «una locura» seguir agarrándose a las ruinas de la ciudad, que ya casi no existe. Tras pasar unos días en ella, una entiende que mentalmente es muy difícil de soportar. Dar un paseo es un lujo, siempre hay que ir corriendo de un refugio a otro. Ha habido casos de gente que no aguantaba la vida así y se atrincheró en su piso; incluso algunos se suicidaron.
«¿Le gusta nuestro ramo de flores?», me pregunta Muja ya en su sede, una casa refugio para su unidad. La única linterna que tenemos da muy poca luz y, en esa oscuridad, se puede reconocer un jarrón con flores con mucha dificultad. «Son tulipanes, ¿verdad? Son muy bonitos, Muja», contesto yo para animarle un poco. «Es que necesitamos un poco de belleza en este sitio. Así queda mucho más bonito», afirma orgulloso.
Lena es una mujer de unos 40 años que se rompió la pierna y, desde entonces, se mueve con ayuda de las muletas. «Venga, yo te enseño. Aquí», y apunta con una de las muletas a los brotes verdes de las flores que apenas están saliendo de la tierra cerca de una parada de autobús. Una parada que ya no sirve de nada, porque aquí no llega el transporte. No llega ni la Cruz Roja. Los únicos que se acercan hacía este sitio son los voluntarios locales que crecieron en la ciudad y, aunque no comparten la actitud de la gente, siguen llevando comida y ayuda humanitaria a sus compatriotas. Estamos en la zona de casas privadas, una de las más peligrosas de la zona. A menos de un kilómetro de la parada está el frente: vuelan las balas y se escuchan las explosiones todo el rato.
El hijo de Lena, de 15 años, vive solo en la ciudad de Leópolis; ella está cuidando a su padre.
—¿Usted plantó aquí las flores?
—Claro, con las flores queda mucho más bonito.
Y añade que también tiene un huerto que cuida cada día. «Es lo que me sorprende en esa gente», comenta Lesha, uno de los voluntarios, y sonríe de manera misteriosa: «Ahora vamos a una casa que os va a dejar sin palabras». Tatiana se arregla el pelo coquetamente, se pinta un poco los labios y explica que los periodistas siempre sacan fotos cuando no está arreglada. Tanto ella como su marido hablan de una forma muy educada. Se disculpan por el desorden. ¿Desorden? Árboles de lilas, un huerto, un jardín perfectamente arreglado y bien cuidado. El sonido de las campanas de viento chinas en la puerta adorna el sonido de la artillería rusa. Tatiana y su marido, antes de su jubilación, fueron médicos en el hospital local, llevan toda la vida en Avdíivka. Mientras hablan sobre sus primeros bailes, preparan un té en un precioso un juego de porcelana. «Es muy duro estar sin poder hablar con nadie. Hasta nuestros siete gatos están asustados de veros. No han visto a gente en casa en meses». Al despedirse me abraza y me dice que en unos días cumple 69 años, y que el año que viene me invitará a una fiesta grande.
La belleza está en las ruinas de Avdíivka. En las flores y en quienes las plantan. En los voluntarios que ponen en peligro sus vidas para ayudar a los vecinos. En los trabajadores que pasan sus días en «el punto de invencibilidad» y en los que cuidan sus huertos entre los escombros.