Filosofía (alegre) contra el miedo - Alfa y Omega

Cuando somos pequeños preguntamos sin miedo por el porqué de las cosas, aunque más tarde olvidamos deliberadamente esa capacidad. Nos atemoriza indagar por el porqué, desenterrar las razones por las que las cosas son como son. Al contrario, la filosofía fomenta una cultura de la pausa, la reflexión y la curiosidad. Hacer filosofía no es un mero pensar las cosas, sino atreverse a fundamentarlas, dar razón de ellas. A este respecto siempre recuerdo las palabras de la brillante Sylvia Plath, escritas en su diario en febrero de 1956: «Lo que más miedo me da es la muerte de la imaginación. La inteligencia fotográfica muestra el mundo tal como es de verdad pero, paradójicamente, esa es la única verdad que no vale nada. Lo que yo anhelo es la capacidad de dar forma al mundo».

El miedo nos aturde e incapacita para tomar decisiones. Como ha señalado el Papa Francisco en una reciente entrevista con el psicoterapeuta italiano Salvo Noè —en el libro El miedo como don, recién publicado en español por San Pablo—, «el miedo excesivo es una actitud que nos hace daño, nos debilita, nos encoge, nos paraliza». El miedo es una potencia antidemocrática que nos hace olvidar nuestra capacidad para compartir pensamientos y palabras con los otros. Qué presentes se nos hacen en este punto aquellas imborrables palabras de Simone Weil en La persona y lo sagrado: «Escuchar a alguien es ponerse en su lugar mientras habla. Es una atención intensa, pura, desinteresada, gratuita, generosa. Esa intención es amor. La belleza es el misterio supremo aquí abajo. Es un resplandor que reclama atención».

El campo de lo común se funda en la pluralidad humana, como señaló Hannah Arendt, pero cuando aparece el miedo, desaparece también el escenario de lo público. Nos recluimos en nuestras casas porque pensamos que nada se puede cambiar, que es inútil pensar o actuar para transformar las reglas del juego. Hoy más que nunca el pensamiento comprometido se convierte en una potencia contra el miedo y su perverso imperio. La filosofía nos invita a reflexionar sobre nuestras preocupaciones colectivas bajo el signo de la esperanza, de un futuro mejor. Nos invita a hermanarnos y a conjurarnos —en común— contra la injusticia social y la desigualdad. La filosofía y su empuje cuestionador pueden ser un antídoto contra el miedo.

El nuevo (y sigiloso) totalitarismo occidental no nos impone silencio, todo lo contrario: nos lanza a generar ruido y nuevos contenidos con los que guiar nuestros deseos, monitorizarnos y vigilarnos. Aparece así el miedo a no estar a la altura de los cánones de belleza, productividad o éxito económico, que perturba nuestras emociones y nos insta a comportarnos de forma heterónoma, buscando de manera enfermiza la validación en el juicio ajeno.

El miedo es una fuerza desmembradora, nos aleja y nos convierte en seres suspicaces. La experiencia totalitaria comienza con el miedo a la condena o al señalamiento, moneda de curso común en la política institucional y las redes sociales. Escribió Tolstói que el tiempo pasa, pero las palabras permanecen. Por eso, debemos pensar qué palabras queremos que pueblen nuestro escenario vital.

Conviene leer Una filosofía del miedo (finalista del premio Anagrama 2022), del profesor Bernat Castany: «Como decía Spinoza, no podemos luchar directamente contra las pasiones tristes, solo tratar de sustituirlas por afectos alegres. Por eso el miedo solo se combate con el conocimiento, la curiosidad, la empatía y la solidaridad».

En una cultura en la que se habla incansablemente del imperativo de ser felices, hemos olvidado por completo la importancia de la alegría. La alegría llega sin más, e incluso Arthur Schopenhauer, un pensador plenamente pesimista, recomendaba sin titubeos recibir la alegría siempre que llegara, pues no sabemos cuándo volverá.

El miedo es un instrumento muy eficaz para entristecernos, para que sospechemos los unos de los otros, para que compitamos y nos convirtamos en enemigos, para que veamos al otro como un contendiente al que hay que superar o vencer. Por el contrario, la alegría tumba los muros del miedo y crea lazos de generosidad, cooperación y ayuda mutua. Por eso hay que intentar instalarse en un pensar alegre y esperanzado que nos conduzca a un proyecto común. Un proyecto que transforme el desierto generado por el miedo y la desconfianza en un mundo habitado por la aspiración a lo mejor.

Y, sin descanso, evocar estas palabras de la aún muy desconocida poeta Edith Södergran: «¿A qué tengo miedo? Soy una parte del infinito. Soy una parte de la gran fuerza del todo».