Felicitación del Papa a los cardenales y miembros de la Curia romana. «Bajo el signo de África»
Con su tercera encíclica como trasfondo, los viajes a África, Tierra Santa y República Checa son los grandes hitos del año que ha evocado el Papa en su felicitación navideña a la Curia. El recuerdo de los dos primeros sirve de ocasión a Benedicto XVI para hablar de la necesidad de redescubrir el sacramento de la Penitencia, porque «toda sociedad necesita reconciliación para que pueda existir la paz». Al referirse a su viaje al corazón de la vieja y descreída Europa, el Papa vuelve sobre la idea de que la Iglesia abra «una especie de patio de los gentiles», donde quienes aún no conocen a Dios puedan iniciar su conversión. Ofrecemos los párrafos más significativos del discurso:
Otro año lleno de acontecimientos para la Iglesia y para el mundo está llegando a su fin. Del Año Paulino hemos pasado al Año Sacerdotal. De la imponente figura del Apóstol de los gentiles que llevó el Evangelio a los pueblos del mundo, hemos pasado a la figura humilde del Cura de Ars, que durante toda su vida se mantuvo en el pequeño pueblo que se le había confiado y que, sin embargo, precisamente en la humildad de su servicio hizo ampliamente visible en el mundo la bondad reconciliadora de Dios. A partir de ambas figuras, se manifiesta el amplio alcance del ministerio sacerdotal y cómo, a través del servicio aparentemente pequeño de un hombre, Dios puede hacer cosas grandes y renovar el mundo desde dentro.
El año de África
Para la Iglesia y para mí personalmente, el año que está terminando ha estado en gran parte bajo el signo de África. Primero fue el viaje a Camerún y Angola. Fue conmovedor experimentar la gran cordialidad con la que el sucesor de Pedro era acogido. En el encuentro con el Papa se experimentaba la Iglesia universal, la comunidad que abraza al mundo y es reunida por Dios mediante Cristo. Él está entre nosotros: esto lo hemos percibido a través del ministerio del sucesor de Pedro.
De modo profundo ha quedado impreso en mi memoria el recuerdo de las celebraciones litúrgicas, verdaderas fiestas de la fe. Me venían a la mente las palabras de san Cipriano: «Recordemos que estamos bajo la mirada de Dios. Debemos agradar a los ojos de Dios». Esta conciencia estaba presente: estamos en presencia de Dios. De esto no se deriva miedo o inhibición, ni tampoco un deseo de gritar de modo indisciplinado. Se dio más bien lo que los Padres llamaban sobria ebrietas: estar llenos de una alegría que, sin embargo, permanece sobria y ordenada, que une a las personas desde el interior, llevándolas a la alabanza comunitaria de Dios, una alabanza que, al mismo tiempo, suscita el amor al prójimo, la responsabilidad mutua.
Comunión en torno a Pedro
Formaba parte del viaje, sobre todo, el encuentro con los hermanos en el ministerio episcopal y la inauguración del Sínodo de África. Con ocasión de mi visita, se puso de manifiesto la fuerza del Primado Pontificio, como un punto de convergencia para la unidad de la familia de Dios. En el Sínodo, surgió aún más fuertemente la importancia de la colegialidad, de la unidad de los obispos, que reciben su ministerio precisamente por el hecho de que entran en la comunidad de los sucesores de los apóstoles: cada uno es obispo en la medida en que participa de la comunidad de aquellos en los cuales continúa el Collegium Apostolorum en la unidad con Pedro y su sucesor. Así, en la comunión del Sínodo, se ha vivido de modo práctico la eclesiología del Concilio.
Eran también conmovedores los testimonios que pudimos escuchar de sufrimiento y reconciliación en las tragedias recientes del continente. El Sínodo se había propuesto el tema: La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz. Es un tema de una actualidad acuciante, pero podía haber sido malinterpretado. La tarea de los obispos era transformar la teología en pastoral, de modo que las grandes visiones de la Sagrada Escritura y de la Tradición se aplicasen en un tiempo y en un lugar determinados. Pero en esto no se debía ceder a la tentación de convertir a los pastores en líderes políticos. La cuestión concreta era: ¿cómo podemos ser realistas y prácticos, sin arrogarnos una competencia política que no nos corresponde? Se trataba del problema de una laicidad positiva. Éste es también un tema principal de la encíclica, publicada el día de los Santos Pedro y Pablo.
Aprender a hacer penitencia
Una mirada sobre los sufrimientos y las penas de la historia reciente de África, pero también en muchas otras partes de la tierra, muestra que los conflictos no resueltos dan lugar a explosiones de violencia en las que el sentido de humanidad parece haberse perdido. La paz sólo puede lograrse si se llega a una reconciliación interior. Podemos considerar como ejemplo positivo de un proceso de reconciliación la historia de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. El hecho de que, desde 1945, en Europa occidental y central no haya habido guerras se funda, de un modo determinante, en estructuras políticas y económicas inteligentes y éticamente orientadas, pero éstas pudieron desarrollarse sólo porque existían procesos internos de reconciliación, que han hecho posible una convivencia nueva. Toda sociedad necesita reconciliación para que pueda existir la paz. Las reconciliaciones son necesarias para una buena política, pero no se pueden lograr únicamente con ella. Son procesos pre-políticos y deben surgir de otras fuentes.
Si el hombre no se ha reconciliado con Dios, está en discordia con la creación. No está reconciliado consigo mismo, quisiera ser otro distinto del que es, y tampoco está reconciliado con el prójimo.
Forman parte de la reconciliación la capacidad de reconocer la culpa y de pedir perdón a Dios y al otro. Y la disposición a la penitencia, a sufrir por una culpa y a dejarse transformar. Y forma parte de ese proceso la gratuidad, de la que la encíclica Caritas in veritate habla repetidamente: la disponibilidad a ir más allá, a no pedir cuentas…
Dios mismo nos dio ejemplo. Dios, que sabía que no estamos reconciliados, que veía que tenemos algo contra Él, se levantó y salió a nuestro encuentro, aunque sólo Él tenía la razón de su parte. Nos salió al encuentro hasta la Cruz, para reconciliarnos. Esto es la gratuidad: la disponibilidad para dar el primer paso. Salir al encuentro del otro, ofrecerle la reconciliación, asumir el sufrimiento que implica la renuncia a tener razón.
Tenemos que aprender la capacidad de reconocer la culpa, tenemos que sacudirnos la ilusión de que somos inocentes. Debemos aprender a hacer Penitencia, a dejarnos transformar… En nuestro mundo de hoy, debemos redescubrir el sacramento de la Penitencia y de la reconciliación. El hecho de que haya desaparecido en gran medida de los hábitos existenciales de los cristianos es un síntoma de una pérdida de la verdad sobre nosotros mismos y sobre Dios, una pérdida que pone en peligro nuestra humanidad y disminuye nuestra capacidad para la paz.
La reconciliación es una realidad pre-política, y precisamente por esto es de suma importancia para la tarea de la misma política. Si no se crea en los corazones la fuerza de la reconciliación, falta al compromiso político para la paz su presupuesto interior. En el Sínodo, los pastores de la Iglesia han estado trabajando por esa purificación del hombre interior, que constituye la condición preliminar esencial para la construcción de la justicia y la paz.
La fe es Historia real
Reconciliación. Con esta palabra clave me viene a la mente el segundo gran viaje del año: la peregrinación a Jordania y a Tierra Santa. Todo lo que se puede ver en esos países clama reconciliación, justicia, paz. La visita al Yad Vashem supuso un encuentro sobrecogedor con la crueldad de la culpa humana, con el odio de una ideología ciega que, sin justificación alguna, entregó a millones de personas humanas a la muerte y que, de este modo, en último término, quiso expulsar del mundo incluso a Dios, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y el Dios de Jesucristo.
Este monumento a la culpa humana hizo aún más importante la visita a los lugares de la memoria de la fe y permitió percibir su actualidad. En Jordania vimos el punto más bajo de la tierra, en el río Jordán. Cómo no sentirse interpelados por la Carta a los Efesios, según la cual, Cristo descendió a las regiones inferiores de la tierra. En Cristo, Dios descendió hasta la última profundidad del ser humano, hasta la noche del odio, hasta la oscuridad de la lejanía del hombre de Dios, para encender allí la luz de su amor.
El encuentro con los lugares de la salvación en la iglesia de la Anunciación, en la gruta de la Natividad, en el Calvario, ante el sepulcro vacío, ha sido como tocar la historia de Dios con nosotros. La fe no es un mito. Es historia real. Este realismo de la fe nos ayuda particularmente en las vicisitudes del presente. Dios vive y está en relación con nosotros.
Un nuevo patio de los gentiles
Por último, quisiera dirigir unas palabras de gratitud y alegría por mi viaje a la República Checa. Antes del viaje me alertaron de que es un país con una mayoría de agnósticos y ateos, en el que los cristianos sólo constituyen una minoría. Por eso fue particularmente alegre la sorpresa al constatar que me rodeaba una gran cordialidad. Se celebraban grandes liturgias en una atmósfera gozosa de fe; en el ámbito de las universidades y de la cultura, mi palabra encontraba una viva atención… Siento la tentación de decir algo sobre la belleza del país y sobre los magníficos testimonios de la cultura cristiana, que hacen que esa belleza sea perfecta. Pero considero importante sobre todo el hecho de que nosotros, los creyentes, también debemos llevar en nuestro corazón a las personas que se consideran agnósticas o ateas. Cuando hablamos de una nueva evangelización, quizá estas personas se asustan. No quieren verse convertidas en objeto de misión, ni renunciar a su libertad de pensamiento y de voluntad. Pero la cuestión sobre Dios sigue interpelándolos. En París, hablé de la búsqueda de Dios como motivo fundamental del que nació el monaquismo occidental y, con él, la cultura occidental. Como primer paso de la evangelización, tenemos que tratar de mantener viva esta búsqueda; tenemos que preocuparnos de que el hombre no arrincone la cuestión de Dios, cuestión esencial de su existencia, y la nostalgia que en ella se esconde.
Me vienen a la mente las palabras que Jesús cita del profeta Isaías: el templo debería ser una casa de oración para todos los pueblos. Él pensaba en el patio de los gentiles, el espacio libre para los gentiles que allí querían rezar al único Dios, aunque no pudieran participar en el misterio, a cuyo servicio estaba reservado el interior del templo. Espacio de oración para todos los pueblos, expresión con la que se pensaba en personas que conocen a Dios, por así decir, sólo de lejos; que no se contentan con sus dioses, ritos, mitos; que buscan al Puro y al Grande…
Pienso que la Iglesia debería abrir también hoy una especie de patio de los gentiles, donde los hombres puedan de algún modo engancharse con Dios, antes de que hayan encontrado el acceso a su misterio, a cuyo servicio se encuentra la vida interior de la Iglesia. Al diálogo con las religiones hay que añadir hoy, sobre todo, el diálogo con aquellos para quienes la religión es algo extraño, para quienes Dios es desconocido y que, sin embargo, no querrían quedarse simplemente sin Dios, sino acercarse a Él al menos como Desconocido.