No es Dios de muertos, sino de vivos - Alfa y Omega

No es Dios de muertos, sino de vivos

Sábado de la 33ª semana del tiempo ordinario / Lucas 20, 27-40

Carlos Pérez Laporta
Ilustración: Freepik.

Evangelio: Lucas 20, 27-40

En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús:

«Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y dé descendencia a su hermano”. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer». Jesús les dijo:

«En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección. Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».

Intervinieron unos escribas:

«Bien dicho, Maestro».

Y ya no se atrevían a hacerle más preguntas.

Comentario

«Fuerte es el amor como la muerte», dice el final del Cantar de los Cantares. Por eso, sostiene Jesús que «los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir». El amor matrimonial es el don de Dios para superar la muerte: porque el amor es lo único que nos permite pensar que nuestra vida es verdadera, que vale la pena, incluso la pena de morir y de perder al ser amado. La vida es insoportable ser sin ser amado, porque la vida consiste en el amor. Sin amor nos vence siempre la muerte y la apariencia de la nada. El amor humano es el testigo vivo y carnal del Amor y, por ello, la profecía de la resurrección de la propia carne. Porque la carne ha sido amada, besada, abrazada, cuidada, por siempre, sin reservas, sin descanso. Porque el amor resguarda y custodia la carne incluso en la muerte, porque sigue queriendo abrazarla y alberga la esperanza de poder abrazarla. Es una esperanza tan cierta como el amor que se tiene.

Así el Amor eterno brilla por siempre en el amor: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos». Los testigos del Amor ya no necesitan casarse en el cielo, porque su amor ya no tiene la prueba de la muerte: viven para siempre amándose en el Amor. Por detrás de la muerte, la entrega es ya total, no tiene los límites del tiempo y del espacio. El signo está junto al significado. La muerte ha pasado, el matrimonio también. Pero el amor permanece para siempre en el Amor. María vivió siempre en esa esperanza, en esa entrega total, ya antes de la muerte, como si el tiempo no fuese un límite para ella.