La lepra se le quitó, y quedó limpio - Alfa y Omega

La lepra se le quitó, y quedó limpio

Jueves de la 1ª semana del tiempo ordinario / Marcos 1, 40-45

Carlos Pérez Laporta
'Jesús cura a un leproso'. Mosaico en la catedral de Monreal, Sicilia
Jesús cura a un leproso. Mosaico en la catedral de Monreal, Sicilia. Foto: Sibeaster.

Evangelio: Marcos 1, 40-45

En aquel tiempo, se acerca a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:

—«Si quieres, puedes limpiarme».

Compadecido, extendió la mano y lo tocó, diciendo:

—«Quiero: queda limpio».

La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente:

—«No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu, purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio».

Pero, cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a el de todas partes.

Comentario

«Se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas». ¡Cuál no debía ser su dolor para aproximarse a Jesús de ese modo! ¡Cuántas horas de soledad sin poderse acercar a nadie! Por eso ahora viene a Jesús suplicándole de rodillas. Había perdido toda esperanza. Porque la enfermedad, el dolor y la soledad desesperan. No permiten esperar nada e la vida. Porque nada en la vida parece dar muestras de un cambio. Todo va en contra. Solo quedaba Jesús. Jesús era la única novedad. Era el único punto de la realidad que le permitía esperar. Él lo había oído: Jesús había curado a otros. ¿Lo haría con él?

Tenía que querer curarle: «Si quieres, puedes limpiarme». ¿Por qué iba a querer Jesús curarle? No le conocía; no tenía por qué interesarse por él. Además un poder así no se ejerce por casualidad o de manera mecánica. Un poder así sobre la realidad era el fruto de una voluntad. Un poder capaz de recrear la realidad determinada por la enfermedad es un poder libre. Y con una libertad más fuerte que la realidad.

Semejante voluntad solo puede ser la de Dios. Por eso, se acerca de rodillas y entre súplicas. No sólo por la dignidad. Sino porque sólo Dios podría realmente llegar a interesarse por él. Sólo Dios podía amarle como para regenerar su carne. Solo un amor como aquel podía querer curarle. Solo un amor tan libre podía decidir amarle hasta regenerarle por completo: «Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero: queda limpio”». Y quizá incluso le hubiera bastado con ver en sus ojos y sentir en su manos esa voluntad absoluta y eterna de salvarlo, aún si en ese momento no hubiese quedado limpio.