«Jesús fue llevado al cielo»
VII Domingo de Pascua. Solemnidad de la Ascensión del Señor
No es posible comprender el significado de la Ascensión del Señor sin referirnos a su Resurrección, pues ambos acontecimientos están estrechamente unidos. La Ascensión es como si fuera el desarrollo de la Pascua, que se completará con el envío del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Por lo tanto, Pascua, Ascensión y Pentecostés no son hechos aislados y sucesivos, que conmemoramos con la oportuna fiesta anual. Son más bien un único movimiento de salvación que ha sucedido en Cristo y que se nos comunica paulatinamente a lo largo de las celebraciones pascuales de cada año. En concreto, el relato evangélico de hoy se nos presenta a modo de punto final de un período, en el cual el Señor se aparecía a los once, tras haber resucitado. Pero, al mismo tiempo, es el punto de arranque de la misión de la Iglesia, como lo evidencia el comienzo de la narración: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación».
Asciende como rey de la gloria
Al igual que sucede con otros relatos evangélicos, la fiesta que hoy celebramos no se reduce al recuerdo de que un día Jesús se alzó ante los discípulos y al que, tras ocultarlo una nube, ya no vieron más. No se trata de una aparición más. El Catecismo afirma que Jesús participa en su humanidad del poder y de la autoridad del mismo Dios, y que se ha convertido en Señor del mundo, de la historia y de la Iglesia. Subir o ascender supone una concepción no histórico-geográfica del cielo, sino un signo de que el Señor resucitado ha recibido la glorificación plena, tal y como, por otra parte confesamos en el credo: «Subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre». También la plegaria eucarística señala hoy en su prefacio: «Porque Jesús el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo». El escuchar la expresión «rey de la gloria» nos remite inevitablemente a la Pasión del Señor. De hecho, Jesús fue aclamado como rey a su entrada en Jerusalén y así quedó reconocido en la cruz, ante la burla de los que presenciaron la escena. Hoy comprobamos que realmente era rey. Si antes había sido reconocido como tal por una turba fácilmente manipulable o por unos verdugos que parodiaban una coronación, ahora es aclamado y reconocido «ante el asombro de los ángeles» en lo más alto del cielo, confirmando que verdaderamente es rey.
El Señor nos precede y nos anima a la misión
Para quien contempla este acontecimiento, la Ascensión no constituye únicamente una revelación sobre la realidad de Cristo como rey, juez y Señor, sino una motivación para nuestra vida de seguimiento de Jesucristo, ya que también nosotros estamos llamados a participar de ese triunfo, puesto que «nos precede el primero como cabeza nuestra». Al hacer coincidir la Ascensión con el inicio de la misión de la Iglesia, el Señor nos muestra que «no se ha ido para desentenderse de nuestra pobreza», como afirma el prefacio de la plegaria eucarística, sino para implicarse por completo en la vida de la primitiva comunidad. Y esto se realizará de dos maneras: en primer lugar, «confirmando la palabra con las señales que los acompañaban», cumpliendo con ello la promesa de que estaría con ellos todos los días hasta el fin del mundo. Entre otros signos se mencionan la expulsión de demonios, el hablar lenguas nuevas o la sanación de enfermos. En segundo lugar, la Ascensión no es el anuncio de una ausencia, sino de la presencia de Cristo en su Iglesia. De nuevo podemos observar el paralelismo entre el anuncio del «Dios-con-nosotros», el Emmanuel, con el que comenzaba el Evangelio, y la promesa del Señor de estar junto a quienes crean en Él. Esta doble garantía nos interpela con fuerza, ya que nos impulsa a predicar por todas partes. No cabe, pues, en el cristiano la actitud de estar «plantados mirando al cielo», que censura el libro de los Hechos de los Apóstoles.
En aquel tiempo se apareció Jesús a los doce y les dijo: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».
Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar por todas partes y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.