Hoy vemos «un hombre en el que ya no brilla el esplendor de su ser a imagen y semejanza de Dios, que es lo que le confiere su dignidad e inviolabilidad, sino únicamente el poder de las capacidades humanas. A ello se añaden los grandes problemas planetarios: desigualdades, creciente pobreza, explotación de la tierra y sus recursos, hambre, enfermedades, choque de culturas. Todo esto demuestra que, al crecimiento de nuestras posibilidades, no corresponde un igual desarrollo de nuestra energía moral»: lo decía el 1 de abril de 2005, víspera de la muerte de Juan Pablo II y a 18 días de su elección como sucesor de Pedro, el entonces cardenal Ratzinger, en el monasterio de Subiaco, cuna de los monjes benedictinos y de Europa, al recibir el Premio San Benito «por su labor excepcional a favor de la promoción de la vida y de la familia en Europa». Era todo un presagio. Y el que iba muy pronto a tomar el nombre de Benedicto XVI añadía: «La mentalidad técnica confina a la moral a un ámbito subjetivo, mientras que lo que necesitamos es una moral pública que sepa responder a las amenazas que se ciernen sobre la existencia de todos nosotros. El verdadero y más grave peligro hoy está, justamente, en este desequilibrio entre posibilidades técnicas y energía moral. La seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y de nuestra dignidad no puede venir, en resumidas cuentas, de sistemas técnicos de control, sino que sólo puede brotar de la fuerza moral del hombre; donde ésta falte, o no sea suficiente, el poder que tiene el hombre se transformará cada vez más en un poder de destrucción».
Tres años después, en París, dirigiéndose al mundo de la cultura, precisamente en el marco monástico del Colegio de los Bernardinos, decía así el Papa Benedicto: «En la confusión de un tiempo en que nada parecía quedar en pie, los monjes querían dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre, encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo que es sólo y verdaderamente importante y fiable». ¿Y qué vemos hoy? En la Exhortación Ecclesia in Europa, de 2003, Juan Pablo II lo había descrito bien certeramente: «La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera». Su sucesor, en los Bernardinos, explicó no menos certeramente esta mortal mutación: «Del monaquismo forma parte, junto con la cultura de la palabra, una cultura del trabajo, sin la cual el desarrollo de Europa, su moral y su formación del mundo son impensables. Esa moral, sin embargo, tendría que comportar la voluntad de obrar de tal manera que el trabajo y la determinación de la Historia por parte del hombre sean un colaborar con el Creador, tomándolo como modelo. Donde ese modelo falta y el hombre se convierte a sí mismo en creador deiforme, la formación del mundo puede fácilmente transformarse en su destrucción». Clamar porque Europa vuelva a lo esencial, como reza la portada de este número de Alfa y Omega, no es un capricho piadoso de la Iglesia, ¡nos va en ello la vida! Literalmente.
En su visita a Santiago, en 2010, evocando a su predecesor, Benedicto XVI dijo así ya en sus primeras palabras, nada más pisar tierra española: «Como Juan Pablo II, que desde Compostela exhortó al Viejo Continente a dar nueva pujanza a sus raíces cristianas, también yo quisiera invitar a España y a Europa a edificar su presente y a proyectar su futuro desde la verdad auténtica del hombre». O sea, desde lo esencial. «Una España y una Europa no sólo preocupadas de las necesidades materiales, sino también de las morales y sociales, de las espirituales y religiosas, porque todas ellas son exigencias genuinas del único hombre y sólo así se trabaja eficaz, íntegra y fecundamente por su bien».
Así lo había proclamado ¡y gritado! san Juan Pablo II, en la catedral de Santiago, como colofón de su primera e intensa visita a España, en 1982, justamente poniendo la mirada en la construcción de Europa que sólo pudo llevar a cabo el cristianismo, a partir de quienes querían dedicarse a lo esencial. Tras recordar cómo, «desde los siglos XI y XII, bajo el impulso de los monjes de Cluny, los fieles de todos los rincones de Europa acuden cada vez con mayor frecuencia al sepulcro de Santiago», y «Europa entera se ha encontrado a sí misma alrededor de la memoria de Santiago, en los mismos siglos en los que ella se edificaba como continente homogéneo y unido espiritualmente, y tras subrayar que «la historia de la formación de las naciones europeas va a la par con su evangelización», de modo que su identidad «es incomprensible sin el cristianismo», el «hijo de la nación polaca sucesor de Pedro, obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal», lanzó a la vieja Europa este «grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces».