Gracias a Dios es inmensa la labor que los poderes públicos, los profesionales de la sanidad, los voluntarios, las órdenes religiosas especializadas, los familiares y tantas buenas personas realizan a favor de los enfermos. Entre todos ellos, merece una mención especial la de quienes están al lado de enfermos que necesitan una asistencia permanente y una ayuda continua para lavarse, vestirse, alimentarse. Sobre todo, cuando esto se prolonga durante mucho tiempo. Porque es fácil servir algunos días o algunas horas. Pero cuidar a los enfermos durante meses e incluso durante años entraña una gran dificultad. Más aún, en muchos casos una verdadera heroicidad. Desde aquí quiero agradecer a estas personas, especialmente si son creyentes, su valiosísima atención a los familiares enfermos. El Señor se lo pagará como él sabe hacerlo.
El testimonio de estas personas tiene que ser un estímulo para todos los demás. Es verdad que no podremos hacer con los enfermos lo que hacen ellas. Pero todos podemos –y debemos- hacer algo por los enfermos. En primer lugar, podemos abrir más los ojos del alma para descubrir las personas que están enfermas y con frecuencia están solas. Quizás son personas con quienes hemos trabajado durante años, vecinos de portal o de barrio, conocidos de la misa de los domingos, vecinos del mismo pueblo. En un mundo comido por las prisas y la eficacia, como el nuestro, podemos ir tan deprisa por la vida, que no advirtamos que estas personas necesitan nuestra ayuda.
Además de descubrir a los enfermos, es preciso dedicarles tiempo. El tiempo es hoy un tesoro muy apreciado y al que estamos tan apegados. Desprenderse de él y donarlo con generosidad cuesta mucho y fácilmente encontramos justificaciones para seguir siendo nosotros sus únicos usufructuarios. Hay que aprender el don de la gratuidad y valorar que es mucho mayor tesoro regalar el tiempo sin esperar nada a cambio que mostrarse avaros del mismo. En nuestro calendario y en nuestra agenda debería estar reservado un tiempo, cuando menos semanal, para visitar enfermos, ancianos que viven solos, amigos hospitalizados o conocidos que no pueden salir de sus casas.
Pero hay un peligro si cabe todavía mayor. Me refiero a quedarse a mitad de camino en el cuidado y atención a los enfermos. Está bien que pasemos horas junto a ellos y, en el caso de los familiares, que nos desvivamos en cuidados y atenciones materiales. Pero necesitamos mirarnos en el espejo de la que es doctora en esta materia: la madre Teresa de Calcuta. Ella salía día tras día a las calles y basureros de Calcuta en busca de enfermos y moribundos. Les consolaba, les prestaba unos primeros auxilios y, si era posible, les llevaba a casa. Allí les dispensaba los cuidados que estaban a su alcance y, siempre, su inmenso cariño.
Pero no se quedaba ahí. Siempre que era posible y con el máximo respeto a la libertad de los enfermos moribundos, les ayudaba a cruzar el umbral de este mundo hacia la eternidad poniéndose en las manos misericordiosas de Dios Padre. Prestar ayuda material y humana al enfermo es un objetivo encomiable. Pero no puede ser la meta para un cristiano. Pues los cristianos sabemos que el mayor servicio que se puede prestar a un enfermo es ofertarle el amor paternal de Dios. El mandato misionero de Jesucristo: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio» sigue estando vigente para quienes nos consideramos discípulos suyos. Por eso, la Pascua del enfermo es una oportunidad de oro para que quienes están al lado de los enfermos les faciliten la confesión y la comunión pascual.