«Esto es mi Cuerpo»
Solemnidad del Corpus Christi / Evangelio: Marcos 14, 12-16. 22-26
Desde el inicio de la vida de la Iglesia, la Eucaristía ha constituido la fuente y la cima de todos los sacramentos y de la vida de la Iglesia. Varios pasajes del Nuevo Testamento atestiguan la celebración dominical de lo que entonces se llamaba la cena del Señor o también la fracción del pan, y más tarde comenzó a denominarse Eucaristía, término griego que significa acción de gracias. Asimismo, desde muy pronto se sintió la necesidad de que quienes no habían podido participar en esta celebración por enfermedad pudieran recibir el Cuerpo de Cristo. Con el paso de los siglos la Iglesia fue configurando el culto eucarístico fuera de la Misa, con la finalidad de subrayar la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas y fomentar la adoración. De este modo, el Corpus Christi se va a convertir a partir del siglo XIII en el ejemplo más característico de devoción eucarística, primero en Italia y más adelante en las regiones limítrofes. Se trata, por tanto, de una fiesta con hondas raíces en España, que constituye la ocasión para reflexionar sobre varias realidades vinculadas al el sacramento eucarístico.
El Señor camina con su pueblo
Con seguridad la imagen más característica del día del Corpus es la de la procesión eucarística acompañada con la máxima solemnidad por todo el pueblo, que sale a la calle con la intención de adorar al Señor que pasa por nuestras calles. Sin embargo, puede ser útil analizar este hecho desde el punto de vista contrario: no somos nosotros los que acompañamos al Señor, sino que es Él el que camina en medio de su pueblo. Ha tomado la iniciativa de salir y encontrarse con nosotros. Nuestra salida a la calle para adorar al Señor no es sino la respuesta a la iniciativa de Jesucristo de venir a nuestro encuentro. Esta visión no es una opción más entre las posibles, sino que es la que nos ha sido manifestada en la historia de la humanidad y revelada en la Escritura. Todo pueblo se siente acompañado cuando está cerca de él quien lo guía y protege. Por eso también en la Biblia, ya desde el Antiguo Testamento, observamos cómo determinados personajes, como por ejemplo Moisés o David, están al frente de su pueblo y este se siente protegido por ellos. Con todo, su presencia remite a algo más: son la garantía y certeza de que Dios mismo camina en medio de su pueblo, configurando su historia. Por eso, cuando ahora el Señor procesiona por nuestras ciudades estamos tratando de expresar que Jesucristo está cerca de nosotros y camina en medio de nosotros. Él no es alguien lejano o ajeno a nuestros problemas y sufrimientos, sino que nos muestra cómo los ha tomado consigo, puesto que a quien estamos contemplando es al mismo que ha sufrido y entregado su vida por amor a nosotros. Ver la procesión, pues, es reconocer la presencia real de Dios que se ha encarnado, ha padecido y, una vez resucitado, sigue presente caminando con su pueblo.
«Mi sangre de la alianza»
Con las palabras «esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos», el pasaje evangélico de este domingo constata que la presencia del Señor entre nosotros está ligada a la alianza que ha sellado con nosotros. Jesús se refiere al pacto ratificado entre Dios y el pueblo, en tiempos de Moisés, texto que escuchamos en la primera lectura. Es iluminador conocer el significado de la sangre para los judíos, ya que es utilizado en la práctica como sinónimo de vida. Por ello, la sangre derramada sobre el pueblo expresa la unión vital entre Dios e Israel y, en cierta medida, una misma vida compartida.
Con el derramamiento de la propia sangre, Jesús nos lleva a comprender que la alianza del Sinaí, de carácter externo, era anticipo del pacto definitivo que Dios sellaría con los hombres mediante el derramamiento de la sangre de Cristo. En definitiva, la presencia del Señor entre nosotros significa que no bastan nuestros esfuerzos humanos para conseguir la salvación. Solo Cristo, entregándose y derramando su sangre por nosotros, y asumiendo nuestra debilidad, nos ha salvado realmente. Y cuando salimos a la calle en este día estamos reconociendo la salvación y al que nos ha salvado.
El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?». Él envió a dos discípulos, diciéndoles: «ld a la ciudad, os saldrá al paso un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo, y en la casa en que entre, decidle al dueño: “El Maestro pregunta: ¿Cuál es la habitación donde voy a comer la Pascua con mis discípulos?”. Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, acondicionada y dispuesta. Preparádnosla allí». Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la Pascua.
Mientras comían, tomó pan y pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: «Tomad, esto es mi Cuerpo». Después, tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y todos bebieron. Y les dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos. En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios».
Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos.