La imposibilidad de reconducir la explosiva situación creada en España por el evidente descarrilamiento institucional de los partidos del Gobierno nacional (y concubinos) es un mal signo, como lo es la (falsa) percepción de que la solución solo puede buscarse fuera de nuestras fronteras. Los españoles somos, en general, proeuropeístas (en ocasiones, de forma acrítica y por un infundado complejo histórico de inferioridad), pero ello no debería significar una externalización de nuestra responsabilidad. Es imperativo emplear todos los mecanismos internos que la democracia ofrece para preservar la separación de poderes, la igualdad de los españoles ante la ley y la cohesión social, además de frenar la arbitrariedad de un poder ejecutivo desmadrado, embarcado en peligrosa trapisonda, propia de badulaque más que de prudente gobernante.
Ello no obsta para que, como miembros de esa comunidad de derecho que es la Unión Europea, respecto de la cual nos hemos obligado a funcionar dentro de los valores consagrados por los tratados —entre ellos la democracia, la igualdad y el Estado de derecho (artículo 2 Tratado de la Unión Europea, TUE)—, se promuevan iniciativas para que la UE examine con lupa la situación de excepción generada y adopte las medidas previstas en su legislación.
La UE cuenta con un mecanismo preventivo de la quiebra del Estado de derecho en un Estado miembro. Quizá ya en España nos encontramos en otra fase, que obligaría a acudir a la segunda línea de defensa de los valores europeos. Más allá del diálogo que, a buen seguro, se establecerá entre los responsables de la UE y del actual Gobierno español —y de los pretextos que eventualmente sea capaz de fabricar este—, hemos de ser conscientes de que la UE también cuenta con su 155: el artículo 7 TUE. De acuerdo con su apartado 1, a propuesta motivada de un tercio de los Estados miembro, del Parlamento Europeo o de la Comisión, el Consejo podrá constatar la existencia de un riesgo claro de violación grave por parte de un Estado miembro de los valores fundacionales contemplados en el artículo 2 TUE. España está a un paso de estar objetivamente bajo tal calificación. De conformidad con el apartado 2 de dicho artículo 7 TUE, a propuesta de un tercio de los Estados miembro o de la Comisión, el Consejo Europeo podrá constatar la existencia de una violación grave y persistente por parte de un Estado miembro de los valores fundacionales contemplados en el artículo 2 TUE. El Reglamento de Protección del Presupuesto de la UE es otro instrumento, distinto del del artículo 7 TUE, que puede ser utilizado para condicionar el uso de fondos de la UE en Estados que vulneran el Estado de derecho: bajo este reglamento, por ejemplo, Hungría vio suspendida en diciembre pasado una transferencia de 6,3 millardos de euros por no remediar por completo las deficiencias en su Estado de derecho. También cabría, eventualmente, que la Comisión iniciara contra España un procedimiento de infracción del derecho de la UE ante el Tribunal de Luxemburgo, que podría derivar en sanciones económicas. Todo ello sin mencionar la ingente capacidad política que tienen las autoridades de la UE para configurar la opinión pública mediante el envío constante de mensajes a través de sus declaraciones, resoluciones, debates, sobre una situación indeseable y condenar decisiones y comportamientos reprochables en los Estados miembro.
La inusual unanimidad de todas las instancias jurídicas nacionales (jueces, fiscales, abogados) sobre la evidente ruptura de los principios básicos del Estado de derecho en España de aprobarse la legislación en ciernes deja poco margen interpretativo a la UE, máxime cuando las críticas a tal legislación han logrado diluir con meridiana claridad la idea de que las protestas proceden del sector ideológico asociado exclusivamente a la derecha política. No es el caso: juristas conservadores, progresistas y liberales, no vinculados al Gobierno ni a sus intereses, coinciden en el diagnóstico. In claris non fit interpretatio («en las cosas claras no se hace interpretación»): la realidad de la quiebra constitucional y la violación de los valores europeos es manifiesta, patente, pública y, diríamos, hasta descarada. No hay neutralidad posible ante la dimensión europea de una calamidad política de semejante magnitud.
Resultaría difícil de entender y justificar que la UE se desmarcara de esta involución política, mirara hacia otro lado o dilatara indebidamente una decisión que resulta urgente, cuando tan motivada se ha visto en los casos de Hungría y Polonia para utilizar todo su arsenal jurídico, político, mediático y financiero con el fin de deslegitimar a sus instituciones y Gobiernos hasta convertirlos en los parias de la UE. El Parlamento Europeo ha estado durísimo en sus expresiones contra tales países, calificando a Hungría como un «régimen híbrido de autocracia electoral» (resolución de 15 de septiembre de 2022) o acusando al Tribunal Constitucional polaco de ser «ilegítimo, carente de validez jurídica e independencia, y no cualificado para interpretar la Constitución del país» (resolución de 11 de julio de 2023). ¿Podríamos imaginarnos que algo similar se predicara del Tribunal Constitucional español, llegado el caso? ¿Veremos más cosas que nos helarán la sangre?