Escuela de santidad - Alfa y Omega

Escuela de santidad

La vida consagrada. 50 años después de la apertura del Concilio Vaticano II: así titula nuestro cardenal arzobispo su exhortación pastoral de esta semana. Escribe:

Antonio María Rouco Varela

En la fiesta de la Presentación del Señor, la Iglesia ha celebrado, como viene sucediendo desde el año 1997, la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. El Concilio Vaticano II, en su Constitución dogmática sobre la Iglesia, considerada como la Constitución clave de todo el magisterio conciliar, la dedica una especial atención en su capítulo VI, «como un don de Dios, que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre» (LG 43). La doctrina sobre Los religiosos, de este capítulo de la Lumen gentium, había renovado profundamente la enseñanza tradicional de la Iglesia, a la luz de su misterio.

Desde el principio mismo de la historia de la Iglesia –naciendo con ella a la Historia, como la última etapa de la historia de la salvación–, no han faltado nunca hijos e hijas suyos, que, siguiendo el ejemplo y las palabras del Señor, le han imitado haciendo suyos radicalmente los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de obediencia; alentados y protegidos espiritualmente por el amor virginal de la Madre del Señor y Madre de la Iglesia, obediente sin reserva alguna a la voluntad de Dios Padre y abrazada, siempre y únicamente, con la totalidad de su ser, al supremo bien de su divino Hijo y de su obra salvadora hasta el momento de su crucifixión. Allí, junto a la Cruz, estuvo ella. Las formas cristianas y los estilos y modelos de espiritualidad y de apostolado con los que se ha desarrollado la vida consagrada, desde entonces hasta nuestros días, son de una extraordinaria riqueza carismática y de una admirable fecundidad apostólica. «El resultado –decía el Concilio– ha sido una especie de árbol en el campo de Dios, maravilloso y lleno de ramas, a partir de una semilla puesta por Dios» (LG 42).

En los distintos ámbitos de la vida consagrada, contemplativa y activa, que han ido surgiendo a lo largo del camino histórico de la Iglesia, sus miembros y todos los fieles han encontrado, en toda circunstancia, una escuela excelente de santidad. Ni los momentos de mayor fecundad evangelizadora y santificadora y de mayor extensión e intensidad misionera, ni los períodos más heroicos de martirio por la fe y de servicio a la caridad fraterna, a los más necesitados, vividos en su historia son pensables sin la presencia y la entrega de los grandes santos, configuradores insignes de las familias religiosas y de las grandes corrientes apostólicas de la vida consagrada, siempre inspiradas por la búsqueda de la perfección de la caridad. No era extraño, pues –mejor aún, resultaba imprescindible–, que el Concilio Vaticano II incluyese en ese su gran proyecto renovador de la Iglesia, de profunda intención evangelizadora, la vida consagrada; en un tiempo histórico, además, en que la secularización de la sociedad y de la cultura se presentaba de nuevo en el mundo salido de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, con fuerza institucional y existencial, a primera vista imparable. Ninguno de los países de lo que se conocía entonces como el Occidente libre parecía escaparse a la ola secularizadora.

Al servicio de Dios

El principio inspirador de la doctrina renovada del Concilio aparece expresado con clara nitidez en la Lumen gentium: «Por medio de los votos o de otros compromisos sagrados parecidos, con los que el cristiano se obliga a los tres consejos evangélicos ya citados, éste se entrega totalmente al servicio de Dios amándole por encima de todo. De esta manera queda destinado al servicio y al honor de Dios por un nuevo título especial… La consagración será tanto más perfecta –continúa el Concilio– cuanto mejor represente por medio de compromisos más sólidos y estables el vínculo indisoluble que une a Cristo con su esposa la Iglesia». Así, de este modo, será como se implante y consolide el reino de Dios en las almas. La perfección de los consejos evangélicos pertenece, sin discusión alguna, a la vida y a la santidad de la Iglesia (LG 44).

La vida consagrada, en las distintas formas en las que hoy se ofrece, vive y actúa en la Iglesia, cincuenta años después del Vaticano II, sigue mostrándose como de extraordinaria y decisiva importancia para la Iglesia de este tercer milenio que acaba de iniciarse, empeñada en la nueva evangelización con el nuevo y vigoroso impulso apostólico del Año de la fe, convocado por nuestro Santo Padre Benedicto XVI. El hombre y la sociedad actuales, sacudidos por una grave crisis socio-económica, política y cultural de raíz y origen marcados por una decadencia moral y espiritual de vastas proporciones, sólo podrán ser evangelizados por fieles cristianos consagrados al servicio incondicional del amor de Dios, que florece en el amor al prójimo más desvalido de alma y de cuerpo, por hijos e hijas de Dios entregados totalmente al Señor en la vida de oblación y oración contemplativa y reparadora, y por los de compromiso activo, lúcidamente dedicado a la formación de los niños y de las nuevas generaciones, sabiendo ser apoyos fiables y generosos de las familias en su tarea, hoy tan ardua, de dar la vida y de educar en el amor de Cristo a los hijos. Son igualmente necesarios los cristianos comprometidos incondicionalmente con el servicio del amor fraterno, que incluye justicia social y solidaridad.

La renovación que el Concilio urge y pide a los religiosos no ha perdido ni un ápice de su actualidad; máxime, cuando atravesamos un tiempo de grave penuria vocacional y de avejentamiento de no pocas comunidades religiosas. Es, por ello, de imprescindible e inaplazable observancia lo que recuerda y urge el Decreto Perfectae caritatis, «que las mejores adaptaciones que puedan hacerse a las necesidades de nuestro tiempo no surtirán efecto si no las anima una renovación espiritual. Ésta ha de jugar el papel principal siempre, incluso cuando se trata de impulsar obras externas» (PC 2). ¡Sí, también ahora, en esta encrucijada histórica de la nueva evangelización del mundo radicalmente secularizado de comienzos del siglo XXI, no puede ser de otra manera! Todo lo demás –fecundidad apostólica, transformación de las realidades temporales, atracción vocacional, etc.– se nos dará por añadidura. Y, al revés, sin renovación verdaderamente espiritual, todos nuestros esfuerzos reformadores terminarán embarrancándose en la arena de la superficialidad humana. ¡Sólo renovada espiritualmente, la vida consagrada podrá florecer con nueva frescura evangelizadora!

A la Virgen de la Almudena, nuestra Madre, encomendamos con el fervoroso amor propio de sus mejores hijos, a nuestros hermanos de la vida consagrada, a los que nuestra archidócesis tanto tiene que agradecer.