Escuchar[se] y decir[se] sana
Domingo de la 23ª semana de tiempo ordinario / Marcos 7, 31-37
Evangelio: Marcos 7, 31-37
En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo:
«Effetá», (esto es: «ábrete»). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
Comentario
Ser sordomudo significa no poder escuchar ni hablar. El Evangelio de este domingo pone en el centro a un ser humano condenado al aislamiento y a la soledad profunda, ya que quedarse únicamente dentro de uno estrecha la vida y asfixia. Vivir en-cerrados impide el encuentro con los otros y el Otro, con la fuente de sentido. Sin encuentro tampoco hay identidad.
Como afirma la escritora Virginia Woolf, vivir en un mundo humano es implicarse en vidas que no son nuestras. Nos guste o no, existimos abiertos y somos gracias a lo vivido con otros. Las relaciones nos fecundan y nos nutren, aunque también pueden herirnos. En toda existencia hay lugares, adentros clausurados e infectados, a los que no se puede acceder solos. Como en el relato evangélico, necesitamos a los otros que se revelan como buena noticia y que no cesan en el empeño de llevar al sordomudo ante Jesús para ser sanado. Hay relaciones, personas concretas, que nos despiertan a Dios y a una nueva manera de estar en el mundo.
Jesús toca al sordomudo, mira al cielo y grita: Effetá. «¡Ábrete!» es el imperativo de Dios para cada uno de nosotros. El hombre queda sanado y re-situado. Descubre la anchura que supone vivir escuchando y conversando abiertamente con todos, también con los que son distintos. Y nosotros… ¿Vivimos abiertos? ¿Cómo recibimos a las personas cuando vienen? ¿Nuestra mentalidad y nuestra palabra abren o cierran posibilidades? ¿Sabemos escuchar y tomar la propia palabra? ¿Cuáles son nuestras sorderas? ¿Qué es aquello que no queremos oír?
La escucha, tanto la propia como la del otro, es un acto revolucionario en una sociedad en la que cada vez se escucha menos y se produce más. En ocasiones nos negamos la propia escucha, esa en la que Dios nos encuentra porque en nuestra vida ajetreada, tan llena de ruidos aturdidores, no hay espacio para ello o no hallamos un interlocutor disponible que sepa escuchar sin juicio, con respeto, empatía y validación. Pero a escuchar también se aprende.
Escuchar significa parar, prestar atención, quitar el piloto automático, las respuestas espontáneas y abrirse a aquello que va más allá de las propias opiniones. Para Simone Weil, la tarea de la escucha exige vaciarse de todo contenido propio para recibir al otro tal y como es, en toda su verdad, sin intentar poseerlo, dominarlo o conquistarlo. La filósofa, ejemplo de la escucha a Dios y a los desdichados, reconoce que esa es la clave de una relación auténtica con lo real, con el otro.
Saber escuchar es dejarse tocar. J. M. Esquirol afirma que quedarse corto en humanidad se descubre como falta de tacto, como frialdad e indiferencia. El peligro de cerrarse y de la indiferencia afecta también a la Iglesia. El arquetipo del sordomudo puede ser traslado a aquellas comunidades cristianas en las que no se escucha, ni hacia dentro ni hacia fuera, y tampoco se habla. Frente a las realidades difíciles de empalabrar y a las voces disonantes de quienes más sufren y son víctimas, la tentación es querer escuchar únicamente la propia voz, pero la verdad es polifónica.
La fe es apertura y nuestro lugar en la vida siempre es en relación con otros. El imperativo de Jesús nos quiere devolver a la alegría serena que la vida nos regala cuando nos dejamos tocar, con-mover y fecundar por la realidad de los encuentros, y cuando vencemos al mutismo tomando la propia palabra, porque lo que no se nombra y se hace consciente nos termina atragantando. Estamos llamados al peregrinaje del sordomudo, tanto en la propia vida como en la tarea del otro. La apertura y la palabra dicha, escuchada y acompañada son elementos transformadores que propician el encuentro, nos hacen bien y nos sanan.