Hay una tarea hermosa en la vida: escuchar. Esta actitud es reparadora cuando desemboca en una toma de conciencia de las responsabilidades que nos incumben. Desde la Iglesia en Madrid llevamos tres años tratando de escuchar y acoger el dolor de personas que han sido abusadas en su sexualidad, en su conciencia y en su dignidad, tanto en el ámbito eclesial como intrafamiliar. No son solo menores y personas vulnerables. Son también adultos vulnerados, agredidos no solo en sus cuerpos. Descubrimos el abuso espiritual, dentro de una relación referida a Dios, mucho más frecuente de lo que podríamos imaginar.
El sufrimiento en la existencia de las personas abusadas es en buena parte evitable. A algunas les duele aún más la falta de respuesta y la revictimización con la que se han encontrado que el abuso que padecieron. Nos dicen que nuestra actitud de acogida incondicional a su palabra y experiencia les ha permitido, en parte, aliviar el horror y la destrucción sufrida.
Los cambios profundos nacen de saberse acompañado. Desde el Proyecto Repara vamos observando la imprescindible tarea de la Institución, de las instituciones y de las personas que agredieron: la escucha, el reconocimiento, el hacerse cargo y la verdad resitúan a las víctimas, y les permiten iniciar un camino de sanación. Para estas tareas hace falta coraje y compromiso. Nuestra intuición, desde la experiencia, nos lleva a un valor más: la humildad, que cuenta con las víctimas y se deja enseñar por ellas.
Estamos entendiendo que la naturaleza del abuso no es solo cuestión de comportamientos individuales patológicos o perversos. Descubrimos que hay dinámicas estructurales, a veces normalizadas, cotidianas, invisibles que propician o instalan el abuso como forma de proceder. La comprensión de este hecho nos lleva a preguntarnos, como Iglesia, por nuestra conciencia, de la responsabilidad de sus estructuras en las dinámicas y comportamientos abusivos o generadores de abuso.
A lo largo de este año se han puesto en marcha dos iniciativas: una privada, a instancias de la Comisión Episcopal encargada a Cremades, y una pública, coordinada por el Defensor del Pueblo, como encargo del Congreso. Ambas suponen un avance, pues van a permitir que emerjan situaciones de abuso ocultadas que requieren luz para ser sanadas. Solo lo que aflora a la conciencia y a la realidad es lo que puede ser visto para ser abordado, sanado, integrado y honrado.
De los informes que se emitan podrán derivar propuestas para la reparación y prevención de los abusos, pero hemos de seguir trabajando. Aún no sabemos si las investigaciones serán un retrato de la realidad y del dolor de las víctimas, ni si seremos conocedores de la envergadura real y de la dimensión del problema. En cualquier caso, no podemos quedarnos tranquilos con las cifras. Hay una tarea acuciante de la sociedad civil y eclesial, a la que han de sumarse todas las iglesias locales: fomentar el cuidado mutuo y la cultura del respeto a los derechos humanos, a la intimidad, a la integridad emocional y al libre desarrollo de la personalidad.
Somos responsables no solo de la pureza de nuestra alma, sino de la forma del mundo, de la Iglesia, que habitamos. Cabría cuestionarnos si todos estamos haciendo todo lo que podemos, en favor de la verdad, la reparación y las garantías de no repetición.