El otro día un conocido me echó en cara que apenas hable de Dios en mis artículos. Argumentaba que, siendo yo un periodista católico que tiene cierta libertad para decidir sobre qué escribe, incumplo abiertamente el mandato bíblico de predicar el Evangelio y que me comporto, además, como un plumilla cualquiera, uno que podría publicar sin ningún problema en El Mundo o en El País. Desconcertado por el comentario de mi detractor, repasé mentalmente mis últimos textos y hube de aceptar, ay, que tenía más razón que un santo en una cosa al menos: he escrito sobre el taxi, sobre el sentido de traer niños al mundo, sobre la envidia, sobre la felicidad, sobre las herencias, sobre mi coche, sobre la siesta… sobre cualquier cosa salvo Dios.
Supongo que esta ausencia habla muy mal de mí como periodista católico, pero reclamo la oportunidad de explicarme y defenderme. Hace tiempo concluí que es casi mejor que uno dosifique sus reflexiones sobre Dios. Algunos lo comparan con el sol: lo ilumina todo, a él le debemos la vista y la vida, y sin embargo no podemos mirarlo de frente sin que su esplendor nos deslumbre. Dios es perfecto y nuestra inteligencia, precaria, demasiado precaria para conocerlo. Si ya el común de los mortales haría bien, por tanto, en disertar sobre Dios con tiento y cautela, siempre temeroso de incurrir en alguna imprecisión o incluso en una herejía, imagínense yo, que estudié Periodismo y me gano la vida redactando artículos que, en fin, bueno. No escribo sobre Dios porque, primero, el tema sobrepasa mis limitadísimas capacidades y porque, segundo, puesto a equivocarme en público, prefiero hacerlo en algo menos grave, no vaya mi osadía a granjearme una estancia en alguno de los círculos del infierno.
Por otro lado, dudo mucho que el mejor modo de evangelizar sea hablar de Dios hasta la extenuación. Si yo escribiera todas mis columnas sobre Cristo, sobre su natividad y su resurrección, sobre su pasión y su gloria, me ganaría el aplauso de muchos católicos, desde luego, pero también el rechazo de quienes no lo son, que me tomarían por un fundamentalista al que, está claro, no merece la pena leer. Predicar las virtudes del cristianismo cada vez que se presenta la ocasión es un modo eficaz, intachable, rotundo de ganar adeptos al ateísmo. Recuerdo mi etapa en la universidad. Entré en ella liberal y salí de ella furibundamente antiliberal, y solo puedo atribuir tal feliz transformación al hecho de que muchos profesores concebían sus asignaturas como campañas publicitarias del liberalismo y del American way of living.
No pretendo sugerir con esto que debamos dejar de hablar de Dios; tan solo que quizá debamos hacerlo con más naturalidad y menos insistencia. También sospecho que la mejor manera de descubrírselo hoy a alguien que no lo conoce es hacerlo indirectamente, apelando a la belleza de la realidad que Él ha creado, sospecha que, por cierto, como el mandato de proclamar el Evangelio por todo el orbe, tiene su fundamento bíblico: «En la grandeza y hermosura de las criaturas se deja ver, por analogía, su Creador», reza el Libro de la Sabiduría. El mirlo que alterna brincos y aleteos sobre un prado humedecido por el rocío estival, las olas que rompen furiosas junto a la orilla, las nubes que anuncian tormenta, todo, incluso ese ateo que echa pestes de la religión y se cisca diariamente en los cristianos, nos habla de Dios, nos remite a Él como el cuadro a su pintor o el edificio a su arquitecto.
«Comprenderían que al hablar del mundo / hablo también de Ti, Te entreverían / detrás de cada cosa que nombro, sosteniendo, / vivificando todo con silencioso amor. / Como en la vida misma», dice Miguel d’Ors en su Viaje de invierno. No debe preocuparnos demasiado que nuestros artículos, conversaciones, divagaciones no versen explícitamente sobre Dios porque siempre lo hacen implícitamente. Para mi detractor, que no ha leído d’Ors, el escritor católico está atado al deber de mencionarle con cierta frecuencia en sus textos, de hacer algo así como una apologética. Para mí, en cambio, antes que atado a un deber, está bendecido por un don: el de que Dios asome en sus páginas hablen estas sobre lo que hablen; el don de que se lo intuya entre el sustantivo y el adjetivo, detrás del punto y coma, en ese párrafo irrelevante que solo se concibió para alcanzar el número de caracteres acordado con el editor.
Si el escritor católico es buen escritor, primero, y buen católico, después, escribirá sobre Dios aun cuando en apariencia escriba sobre algo tan complejo como el temperamento de los alemanes o sencillo como un viaje en autobús; escribirá sobre Dios incluso cuando, dolorosamente consciente de sus limitaciones, temiendo acaso una condenación eterna, se haya prometido a sí mismo no hacerlo nunca más.