Escondido en Nazaret
Charles de Foucauld llegó a la ciudad de Jesús para imitar su vida escondida y pobre. Allí descubrió un modelo para conjugar la acción y la contemplación
Charles de Foucauld, el hombre que escogió la soledad del Sáhara para estar más cerca de Dios y de los tuaregs, había renunciado a toda ambición de poder terreno. No le faltaron antes prestigio e influencia en los círculos diplomáticos y militares franceses, y sus orígenes sociales le hubieran ayudado para forjarse una carrera eclesiástica. Su renuncia venía del convencimiento de que la humildad es inseparable de la fe, pues ser creyente es incompatible con el orgullo y el deseo de la estima de los hombres. De ahí su afirmación de que para creer es necesario humillarse. Con todo, no se limitó a seguir los pasos de otros cristianos, en los que primaba la meditación y el estudio. Estos aspectos no faltaron en la existencia de Foucauld, aunque habrían resultado incompletos sin el amor a Dios y al prójimo, sin la armonía entre la vida activa y la contemplativa. Sobre este particular, escribió: «Cuánto más se ama, mejor se reza».
Foucauld descubrió en la vida escondida de Jesús en Nazaret un modelo para conjugar la acción y la contemplación. Uno de los episodios más trascendentales de su biografía es su estancia en la ciudad de Jesús entre 1897 y 1900. Se trata de un período en el que aún no era sacerdote y muy probablemente hubiera deseado permanecer allí el resto de su vida. Contemplar similares cielos y paisajes a los que acompañaron a Jesús niño, adolescente y joven podía considerarse una especie de paraíso particular. Luego estaba su jornada diaria, donde compatibilizaba el trabajo manual al servicio de una comunidad de clarisas con las prácticas de piedad: Misa, rosario, liturgia de las horas… Tampoco faltaban en esta agenda largos períodos de meditación personal para ahondar en los evangelios y anotar cuidadosamente todas las mociones que llegaban a su espíritu.
No es exagerado afirmar que Nazaret podía haber sido el Tabor de Charles de Foucauld, e incluso pasó por su cabeza en aquella época construir una cabaña en otro monte de Galilea, el de las bienaventuranzas, para dedicarse a la contemplación. 19 siglos atrás Pedro ya había querido hacer tres cabañas en el Tabor. Se estaba tan bien allí, con Jesús, Moisés y Elías, que el apóstol se olvidó de sí mismo. Una voz le devolvió a su realidad: «Este es mi Hijo el amado: escuchadle» (Mc 9, 7). Esta invitación a seguir la voluntad de Jesús también la escuchó Foucauld, de un modo más sosegado y paulatino, en su cabaña de madera junto al convento de las clarisas de Nazaret. Había llegado allí para imitar la vida escondida y pobre de Jesús, para trabajar por el día y orar largamente durante la noche. Vive momentos de una intensa paz, en los que exclama: «Dios mío, todo se calla, todo duerme, estoy aquí a tus pies».
La oración de la noche se nutre de la lectura de los evangelios. Pasajes breves, o como mucho medio capítulo, a modo de gotas de agua que van cavando la roca de su entendimiento. Las gotas son las palabras y los ejemplos de Jesús que deben impregnar toda vida cristiana. Las anotaciones de Foucauld abarcan los cuatro evangelios, pero el que algunas enseñanzas de Jesús solamente aparezcan en algún evangelio en concreto, también le sugiere algo. Un ejemplo, el de esta cita, repetida a menudo en sus escritos: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños a mi me lo hicisteis» (Mt 25, 41). Aquí hay todo un programa de vida que llevará a Charles de Foucauld a dejar su particular Tabor, aunque no lo hará para caer en el activismo de las obras que dejan poco tiempo para la espiritualidad. Tendrá siempre muy claro que a Dios se le glorifica verdaderamente no porque lo que se hace sino por lo que se es. Quien ha leído con frecuencia a grandes autores espirituales que comentan el Evangelio, como san Juan de la Cruz, aprende que la auténtica sabiduría reside en el amor.
Foucauld pretende «ser el amigo de todos, buenos y malos, el hermano universal». No precisará de vibrantes y eruditas predicaciones, aunque sea capaz de hacerlas. Su forma de anunciar el Evangelio, al que ha abierto su entendimiento en el silencio de la noche, será, sobre todo, la amistad y la cercanía con las personas. La vida de Foucauld es un luminoso ejemplo de que la caridad consiste, más que en dar, en compartir: sufrimientos, desgracias, esperanzas, alegrías… Los años de contemplación en Nazaret marcarán para el ermitaño del Sáhara una escuela del aprendizaje de saber vivir con otras personas.
¿A qué aspira Foucauld en su soledad de Nazaret? A ser alguien que conoce, ama, imita y sirve más y mejor a Jesús. Medita con frecuencia el Evangelio de Mateo, y allí encontrará una de las directrices con la que guiará su vida: «Buscad el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6, 33). Quien practica esto, no tiene por qué inquietarse acerca de si es preferible la vida activa o la contemplativa. Escribe en un comentario a este pasaje: «Busquemos solo a Dios, su bien, su gloria, su servicio; y nuestro bien y el del prójimo se nos dará por añadidura».