Paz por dignidad: así titula Isabel San Sebastián una de sus columnas en ABC, en la que, comentando la reciente y apresuradísima excarcelación de etarras sanguinarios, escribe: «Se trata de trocar paz por dignidad… Para esta paz de los cobardes no hacían falta alforjas llenas de lágrimas. Nos sobran todos los muertos, los amputados en cuerpo y alma, los despojados de alegría. Nuestra batalla, la de quienes no callamos, ni secundamos mentiras, ni agachamos la cabeza ante la banda asesina, era por la Libertad. Esto es una estafa».
Efectivamente: más estafa no puede ser. Los jueces de la Audiencia Nacional doña Manuela Fernández de Prado, don Javier Martínez Lázaro y don Ramón Sáez Valcárcel, el liberador de Bolinaga, tendrán que explicarnos por qué ellos tres no tuvieron en cuenta, al decretar la excarcelación inmediata de asesinos sanguinarios, la entrada en vigor, ese mismo día, de una Disposición Adicional Única que establece que «en ningún caso serán tenidas en cuenta», para su aplicación, «las condenas dictadas por un tribunal de un Estado miembro de la Unión Europea, con anterioridad al 15 de agosto de 2010». ¿A qué vienen tantas prisas para hacer valer, ya, cuanto antes, aprisa y corriendo, sin el debido discernimiento, el criterio y el dictamen del eurotribunal? La indignación de las víctimas del terrorismo y de cuantos estamos incondicionalmente a su lado es más que explicable. Politizar la justicia, ideologizarla es una indignidad. Y si las más altas autoridades del Estado y de las instituciones creen que templando gaitas se van a ganar a los terroristas, o -en otro orden de cosas- a los separatistas, es que no sólo no han entendido el problema, sino que forman parte de él, al no querer entenderlo, con lo fácil de entender que es.
No hace mucho, el ilustre y prestigioso jurista don Ramón Rodríguez Arribas publicó una espléndida Tercera en ABC, en la que se lee: «Nadie puede oponerse al diálogo y al deseo de acuerdos, pero hay que tener claras algunas cosas para no caminar hacia la confusión y el relativismo. El diálogo es un instrumento legítimo, un medio lícito y conveniente, pero hay diálogos imposibles, si los fines perseguidos son inaceptables desde la ética o desde el Derecho constitucional; por ejemplo, no se puede invocar el diálogo, y de hecho no se invoca, para restaurar la pena de muerte, implantar la segregación racial, autorizar la poligamia o permitir la esclavitud, porque cualquiera de esas cosas, aparte de ser moralmente reprobables, vulneraría el artículo 10 de la Constitución que obliga a respetar siempre los derechos humanos». Amén. Sólo la aberración y la barbarie del aborto provocado y socialmente aceptado encierra más maldad y más indignidad que el terrorismo provocado y socialmente aceptado. Son miserias humanas de tal calibre, de tal depravación moral, que exigen una condena y una reprobación total, sin condiciones ni cesiones de ningún género.
Leo en la prensa de estos días páginas y más páginas en las que me cuentan el diálogo con implicados en clamorosos casos de corrupción para «ofrecerles la posibilidad de suscribir pactos de conformidad que rebajen sus penas». Pero ¿desde cuándo la justicia es cuestión de pactos, diálogos, componendas y acuerdos con los presuntos delincuentes? Yo creía que justicia era dar a cada uno lo suyo, lo que le corresponde. Veo en la prensa fotos del centro de Madrid y de otras grandes ciudades del mundo, atiborrado de consumidores, hasta el punto de que se hace difícil dar un paso; y, unas páginas más adelante, leo que, en esos mismos centros de las más grandes ciudades, sólo unas horas después, decenas y decenas de indigentes duermen bajo soportales protegiéndose del frío con cajas de cartón. Se comprende que el Papa Francisco haya levantado la voz en la romana Plaza de España, en su homenaje a la Inmaculada, y tras el rezo del ángelus en la Plaza de San Pedro, pidiendo «una Navidad contracorriente». Nos hace falta como el pan que comemos. San Juan Pablo II recordaba, cada poco tiempo, a quien quisiera escucharle que «ser cristiano hoy es ir contracorriente». No me extraña tampoco que, a la vista de la que está cayendo en esta querida España, un atento observador y analista de la realidad sociopolítica como Jaime González escriba que, «en España, están pasando cosas tan serias que hay que recurrir al humor en legítima defensa». Si no, la verdad, es como para volverse uno tarumba…