Monseñor Rómulo Emiliani, obispo auxiliar de San Pedro Sula (Honduras). La pastoral del tatuaje - Alfa y Omega

Monseñor Rómulo Emiliani, obispo auxiliar de San Pedro Sula (Honduras). La pastoral del tatuaje

Hace unos días, los líderes de las dos principales maras (pandillas de delincuentes callejeros) de Honduras —la Mara Salvatrucha o Mara 13, y la Mara 18— hicieron una declaración pública de reconciliación desde la cárcel de San Pedro Sula, y pidieron perdón a Dios y al pueblo por su dictadura del terror. El obispo auxiliar de la diócesis, monseñor Rómulo Emiliani, ha tenido un activo papel en la consecución de esta declaración, y reconoce creer firmemente «en la reconciliación y el perdón», aunque todavía queda un largo camino por recorrer

Cristina Sánchez Aguilar
Monseñor Emiliani bendice a un grupo de pandilleros. Foto cedida por Ronis Donaldo Torres.

Pensábamos que había un anuncio de tregua entre maras, pero usted ha afirmado que se trata de una declaración de principios de reconciliación. Es un avance…
Hay mucho rencor y odio entre las pandillas, por las miles de víctimas de la lucha despiadada que tienen unos contra otros. Lo que sí se ha logrado es una declaración de principios, donde piden perdón a Dios y al pueblo, y buscan la reconciliación con la sociedad, el Gobierno y la policía. Prometen cero crímenes y bajar la violencia en las calles. Pero ninguna de las pandillas ha aceptado, por ahora, dejar el impuesto de guerra o extorsión, aunque dicen que será el próximo paso, dependiendo de la reacción del Gobierno y de la policía.

Proponen la tregua a cambio de reintegración e impunidad.
Piden oportunidades, capacitación, empleo y perdón. No habrá impunidad. Ellos lo saben y aceptan: el que cometió un delito tiene que pagar su pena con la sociedad. No es fácil lograr el perdón del pueblo. Pero promoverlo es un gran reto para la Iglesia.

¿Cómo ha reaccionado el pueblo hondureño ante esta declaración?
Muchos con alegría y la esperanza de que, al fin, estos muchachos dejen tanta violencia. Otros, con incredulidad. Algunos, en cambio, dicen que no merecen vivir. En fin, muchos sentimientos encontrados.

Usted es uno de los grandes impulsores del diálogo entre pandillas.
Llevo más de diez años en esta pastoral de las pandillas, en la que hay muchos más muertos que rehabilitados. Hay más lágrimas que alegrías. Solamente de los que yo he atendido en estos años y se han rehabilitado, tengo una lista de 66 muchachos que han sido asesinados. Dejaron la mara, consiguieron empleo, y de una manera u otra, los mataron. Hay otros 125 jóvenes a los que he perdido la pista; habrán emigrado o los habrán matado.

¿Qué le mueve a trabajar con ellos?
La compasión. Los veo cómo jóvenes desorientados, sin oportunidades de nada en la vida, y que optan por la pandilla porque en ella encuentran su familia, comida y seguridad. Al ser tatuados y ponerles un apodo, se eleva su autoestima y se sienten alguien. Por méritos de guerra suben escalones en la mara, y poco a poco ascienden a ser jefes, aunque muchos no llegan a los 28 años de vida. Mi objetivo al trabajar con ellos es buscar la manera de evitar más muertes, luchar por rehabilitar a los que quieran otra oportunidad, y devolverlos a la sociedad con nuevas actitudes y comportamientos. Aunque esto es muy difícil. No hay recursos, no hay voluntad en el Gobierno y hay resistencia en la sociedad por el resentimiento que tienen hacia ellos tras tanto daño infligido.

¿De cuántos jóvenes, aproximadamente, estamos hablando?
Más de 14.000 jóvenes están involucrados en Honduras con las pandillas. Lo que pasa es que hay niveles de participación: están los simpatizantes, los cooperadores externos, los militantes rasos y los jefes, en una jerarquía férrea que llega hasta una cúpula secreta donde la desobediencia se paga hasta con la pena de muerte.

¿Cómo un joven acaba perteneciendo a una mara?
Por la falta de familia, necesidad de protección en barrios violentos y afán de emociones, un niño de 10 años puede empezar a acercarse lentamente a los grupos pandilleros, y después de un par de años haciendo pequeñas tareas a las maras, ser admitido como militante.

Un momento simbólico de la declaración de reconciliación.

¿Hay quienes desean salir?
Salirse de la agrupación implica el riesgo de que lo mate su propia pandilla, o que, al ser más vulnerable, lo mate la otra. Pero sí hay jóvenes que desean salirse y, de hecho, lo hacen. Son los llamados pesetas, odiados por las pandillas. Algunos se convierten de corazón. Soy testigo de eso.

¿Estos jóvenes son católicos? Tenemos en la retina imágenes de tatuajes con símbolos religiosos. Es un poco paradójico: ¿atemorizan al pueblo, pero creen en Dios?
Estos jóvenes viven la religiosidad popular sin que sea una fe intensa ni articulada. Usan símbolos católicos y tienen una creencia basada más en la protección divina, que en la entrega a Cristo. Pero sobre esa frágil fe se puede ir evangelizándoles.

¿Qué frutos destacaría de su trabajo en esta pastoral?
Este trabajo me ha enseñado un poco más a ver cómo es el corazón del hombre. Una persona puede llegar a amar mucho, o a odiar en extremo. La guerra entre pandillas que los ha llevado a exterminarse es fruto de incomprensiones, prejuicios, rencores, odios… entre jóvenes hondureños de cuna pobre, iguales en muchas cosas, pero de bandas diferentes. Creo firmemente que puede llegar la reconciliación, y el perdón. Creo que al final triunfará Dios, el amor. De hecho, su declaración de principios de reconciliación es un gran paso, fruto de la acción de Dios.

¿Cuál es el trabajo que queda ahora por hacer?
Rezar mucho. La Iglesia tiene que seguir trabajando con el corazón del pueblo, para que perdone a estos muchachos, les dé oportunidades de empleo y los acepte en sus comunidades. Eso, después de que, los que hayan delinquido, paguen su deuda con la sociedad.