Entrega lo poco que eres y lo poco que tienes - Alfa y Omega

Entrega lo poco que eres y lo poco que tienes

Domingo de la 32ª semana de tiempo ordinario / Marcos 12, 38-44

Marta Medina Balguerías
La limosna de la viuda. João Zeferino da Costa. Museo Nacional de Bellas Artes de Brasil
La limosna de la viuda. João Zeferino da Costa. Museo Nacional de Bellas Artes de Brasil.

Evangelio: Marcos 12, 38-44

En aquel tiempo, Jesús, instruyendo al gentío, les decía: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa». Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante. Llamando a sus discípulos, les dijo: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».

Comentario

«¡Cuidado!». Es lo primero que advierte Jesús en el Evangelio de este domingo. Cuidado, ¿por qué? ¿Por qué hemos de tener cuidado con los escribas y su interminable postureo? Estoy segura de que más de uno responderíamos apresuradamente: «Cuidado con los escribas, porque lo hacen mal. Cuidado, porque no respetan lo anunciado por Jesús. Cuidado, porque pueden “contaminar” la fe. Cuidado, porque dañan las comunidades», y un largo etcétera.

Cada vez está más extendido hablar de la cultura del cuidado. Y, sin embargo, ¿es el cuidado una prioridad en nuestras vidas? Al escuchar a Jesús decir «cuidado», me pregunto con qué y con quién nos pediría tener cuidado hoy. A decir verdad, nos lo dice Él mismo en el Evangelio: cuidado con buscar los primeros puestos y aparentar. Cuidado si eso enmascara que, en el fondo, no hay bondad ni preocupación por el prójimo, ni deseo sincero de conversión.

Al meditar este Evangelio, siento que el Señor nos llama a considerar que quizá nosotros somos esos escribas de los que habla. Dejemos de leer el Evangelio como una acusación contra otros. Lo que Dios quiere es que nos convirtamos y vivamos mejor. ¿Cuándo busco los primeros puestos? ¿Cuándo me rindo ante el postureo eclesial? ¿Cuándo me importa más lo que se ve que lo que no se ve? Pero, sobre todo, ¿es eso lo que quiere Dios de mí, que le demuestre algo, que presuma de cantidades?

En un mundo donde figurar cuenta tanto, donde la imagen pública tiene tanto peso y en el que con frecuencia se da «el insano afán de la vana notoriedad» —en palabras de mi abuelo, que en paz descanse— me parece en cierto modo normal que a los cristianos nos pase esto mismo. A veces hablamos de la «sociedad» como si fuera algo externo a nosotros, cuando somos todos los que la conformamos. El Evangelio nos recuerda que el peligro de los escribas nos acecha a todos, porque es una tentación eterna de la condición humana.

Y, con todo, Jesús no nos deja con la crítica y el mal sabor de boca, sino que termina el diálogo con un testimonio profético y movilizador: el de la viuda que echa lo poco que tenía para vivir. Nuevamente, nos veo a todos en ella. Si todos somos escribas, también es verdad que todos somos la viuda. Esa es nuestra grandeza y nuestra miseria: somos poca cosa, pero estamos llamados a algo grande. Como decía Pascal, nuestra grandeza es precisamente reconocer nuestra miseria y ponerla en manos del Señor.

Cuando aquella buena mujer echa todo lo que tiene, se está dando en realidad a sí misma. Y lo está haciendo de manera sencilla y callada, como Cristo nos pide que hagamos el ayuno, la limosna y la oración. Quizá es esto lo que más nos cuesta: darnos a nosotros mismos, darnos por entero, no dar las sobras; pero, además, hacerlo en silencio.

La atmósfera digital en la que andamos inmersos está diseñada para pregonarlo todo a los cuatro vientos. Por eso, limitarse a entregar la propia vida en silencio puede resultar tan complicado. Pero ya dice el Señor que desposeerse es un yugo suave y una carga ligera: solo hay que dejarse en sus manos para que sea Dios quien multiplique esta pequeña ofrenda que somos.

Solo, pero hay que ver cuánto nos cuesta. De ahí que Jesús, que nos conoce mejor que nadie, nos inste a tener cuidado. Cuidado, que te crees que estás haciendo lo más santo… y como te despistes, estás pensando en figurar y en que se te vea. Haz el ejercicio de entregar lo poco que eres y lo poco que tienes. Mira a la gente sencilla que, pasando necesidad, da lo que tiene para vivir, y déjate mover por su testimonio.