La elusión fiscal practicada por grandes actores económicos es «una abominable sustracción de recursos a la economía real». El mercado de los credit default swaps, «una apuesta sobre la quiebra de terceros», es juzgado un hecho moralmente reprobable. Así de tajantes suenan algunas condenas de prácticas del sistema financiero en un documento emitido recientemente por la Congregación para la Doctrina de la Fe y el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral (Oeconomicae et Pecuniariae Quaestiones. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero). Los temas abordados no son nuevos: son los mismos sobre los que están interviniendo las nuevas normas reguladoras europeas y sobre los que muchas asociaciones y centros de reflexión de la propia industria financiera han trabajado. Los mismos que se abordan en muchos códigos empresariales de buen gobierno y normas éticas voluntarias.
Con este documento, la Santa Sede entra de lleno en el debate internacional sobre la reforma financiera. Pone en tela de juicio concretamente los productos de inversión derivados que suponen una «creación ficticia de valor» y se venden aprovechando la relativa ignorancia del inversor; la manipulación de los tipos de interés en préstamos interbancarios que se practicó ilícitamente durante años entre operadores del LIBOR en Londres; el abuso de los centros financieros offshore para eludir impuestos o para reciclar fondos de origen delictivo. Todo ello es conocido, ha sido objeto de campañas de prensa internacionales bastante efectivas y de acuerdos cada vez más imperativos entre los países de la OCDE y, muy especialmente, en la Unión Europea. Con ello, el Vaticano agrega su peso moral a un proceso de reforma que ya está en marcha.
Las personas detrás de las decisiones
Para quien trabaje en el sector financiero quizá resulten atractivos los pasajes del texto que muestran cierta empatía con lo que mueve la vida económica: el documento constata el extraordinario incremento registrado en el bienestar económico global en la segunda mitad del siglo XX; afirma que «ninguna actividad económica puede sostenerse por mucho tiempo si no se realiza en un clima de saludable libertad de iniciativa» y que «todas las dotaciones y medios utilizados por los mercados[…] si no están dirigidos contra la dignidad de la persona y tienen en cuenta el bien común, son moralmente admisibles». El mismo detalle con el que aborda determinados productos y prácticas financieras muestra esa mayor cercanía. Reconoce que los productos denunciados como abusivos han nacido a menudo como legítimos instrumentos de protección financiera y que siguen ejerciendo también esa función. Aun cuando se declara consciente de que «no hay recetas económicas válidas universalmente y para siempre», el documento apela a un fondo ético humano común y a una mayor coordinación entre países para responder a la dimensión transnacional de los flujos financieros. Se puede lamentar que no aborde fenómenos más recientes, en particular la transformación tecnológica que aporta la economía de big data.
El problema de fondo, más allá de las malas conductas individuales o de una tendencia al cumplimiento formal más que sustancial de las normas éticas profesionales, reside en una visión inadecuada del hombre «entendido individualmente, prevalentemente consumidor, cuyo beneficio consistiría más que nada en optimizar sus ganancias pecuniarias». Contra esta visión reductiva, el documento denuncia una vez más una «inversión de orden entre medios y fines», donde el trabajo se convierte en el instrumento y el dinero en el fin. Como entre la ciencia y la ética, es peligrosa la actual divergencia entre actividad económica y desarrollo humano: el progreso del sistema económico no puede considerarse tal si se mide solo con parámetros de cantidad y no tiene en cuenta calidad de vida y extensión social del bienestar.
Aquí se propone una formulación novedosa: existe una «circularidad virtuosa» y natural entre «el beneficio –factor intrínsecamente necesario en todo sistema económico– y la responsabilidad social –elemento esencial para la supervivencia de toda forma de convivencia civil–». Esta afirmación es realista: en cualquier organización económica coexisten la motivación pecuniaria y la motivación del don gratuito, el atractivo del dinero y el deseo de cooperar de forma solidaria. Se trata de privilegiar el segundo en un esfuerzo educativo a largo plazo.
De ahí una de las recomendaciones prácticas del documento: que las universidades y las escuelas de economía eduquen a entender la economía y las finanzas a la luz de una visión completa del hombre.
El documento concluye de forma constructiva: todo lo dicho no afecta solo a entidades ajenas; como consumidores, como inversores, podemos elegir, cada uno puede ejercer una influencia: «Cada gesto de nuestra libertad, aunque pueda parecer frágil e insignificante, […] se convierte en parte de una positividad que va mas allá de nuestras pobres fuerzas…».