En una cultura crecientemente psicologizada, en la que los individuos se autodiagnostican cada vez más porque necesitan poner nombre —y rostro— a los malestares psíquicos propios de nuestra contemporaneidad, se han recuperado algunos vocablos que hacen alusión a una sensación muy característica de nuestro tiempo presente. Uno de tales malestares alude a una desconexión o alejamiento afectivo respecto a la realidad que provoca tedio, aburrimiento continuado, desazón, desafección e incluso, en términos clínicos, anhedonia, es decir, falta de deseo por llevar a cabo cualquier tipo de actividad. Se trata de un cortocircuito emocional que causa una grieta entre el mundo y nuestra capacidad de acción, y que desemboca en una desagradable incapacidad para experimentar placer.
Podría parecer paradójico que, precisamente, en una sociedad en la que se nos insta sin descanso a perseguir el deleite y la felicidad lleguemos a padecer su total ausencia. Sin embargo, esta persistente llamada encierra una cara siniestra y transfiguradora. Vivimos en un entorno saturado de estímulos que nos incitan a una productividad constante e insidiosa: vacaciones y viajes low cost disfrazados de desconexión, películas, pódcasts, series, actividades extraescolares, aplicaciones de citas… Todo se ha convertido en objeto de consumo, pero, como contrapartida, nosotros estamos siendo a la postre consumidos por ese afán de permanecer siempre activos. El homo consumens acaba consumido por el consumo.
Existe un término de origen francés, ennui, que emplearon con gran fruición y polisemia numerosos pensadores y literatos, sobre todo, a partir del siglo XIX —en pleno Romanticismo—, que encuentra correspondencia en otro sugerente concepto italiano, muy querido por Giacomo Leopardi, la noia. Ambas palabras se relacionan, a su vez, con el spleen que Charles Baudelaire hizo célebre. Esta tríada apunta, en general, a un sentimiento de indolencia o desidia o, con más precisión, de apatía, incapacidad para sentir, insuficiencia para ser afectado por algo. También se vincula con la abulia, es decir, con la falta de voluntad o de deseo. En definitiva, el ennui se asocia con una pesantez vital que impide, primero, proyectar nuestro deseo hacia alguna meta y, después, que incapacita para gozar de la vida en cualquier sentido.
Como apuntó el aún poco estudiado filósofo Carlo Michelstaedter (1887-1910), la «infinita variedad de las cosas» a la que hoy nos exponemos (redes sociales, publicidad, promesas de plenitud que nunca llegan, interminable oferta de acción) nos hace experimentar una desapacible e irritante gravedad que se ancla en nuestro pecho: hay mucho que poder hacer, pero, justamente por ello, quedamos agotados ante la necesidad de tener que decantarnos hacia alguna dirección. Porque sabemos que, al elegir, dejamos a un lado un enorme espectro de oportunidades (que auguran éxito, progreso, celebridad, placeres). Dicho claro: la dictadura de lo mucho enfanga nuestro ánimo mediante el fracaso y la desilusión. El inconmensurable abanico de posibilidades que está en nuestra mano nos sumerge en un extenuante laberinto anímico: no paramos de hacer, mas ese hacer acaba por resultar vacuo, estéril, insustancial.
Escribió María Zambrano en Hacia un saber sobre el alma, en un profético fragmento, que hemos atiborrado nuestra vida de «maravillas mecánicas, de cachivaches de todas clases», mientras «el alma y el corazón quedan vacíos y las horas, al ser liberadas del trabajo opresor, transcurren más oprimidas todavía», pues no hay más temible totalitarismo que el de «la terrible opresión de la vaciedad». Nos hemos llenado de cosas que nos han vaciado por dentro. Como también apuntó Michelstaedter, «nunca una vida está satisfecha de vivir en el presente, ya que es vida en tanto que continúa, y continúa en el futuro lo que le falta por vivir». Pero ¿qué ocurre cuando ese futuro queda ocluido, cuando parece que ninguna promesa venidera podría colmar nuestro ánimo o nuestras expectativas?
El ennui, ese tedio o desgaste vital desencadenado por la tiranía de lo mucho —del que se ha hecho eco la reciente película Del revés 2—, se ha transformado en una sutil, lucrativa e instigadora estrategia mercadotécnica: la única salida a nuestra apatía es desear más y más. Los emporios económicos pretenden que nuestra voluntad nunca se detenga, que vaguemos, errantes y sedados, en busca de un nuevo producto o de una nueva experiencia con la que creamos poder alcanzar la plena satisfacción… que nunca llega.
Mark Fisher denominó «anhedonia depresiva» a este inagotable e inducido afán: nuestro deseo (de objetos, de experiencias) se ha mercantilizado y, como consecuencia, nos sentimos abatidos porque nada de cuanto hagamos puede llegar a colmarnos. Ha llegado el tiempo de recobrar, primero, nuestra potencia atencional (¿a qué o a quién decidimos prestar nuestra atención?) para, después, hacernos cargo de la auténtica quiebra de la actualidad: la crisis de nuestro deseo, con el que no solo se comercia, sino con el que se nos manipula emocionalmente.