Los Evangelios recogen muchos encuentros de Jesús en los que hace aflorar lo mejor de la persona encontrada. Si miramos al Evangelio de Juan, descubrimos los encuentros con los primeros discípulos, sobre los que se dice hasta la hora exacta en que tuvieron lugar; el encuentro con Nicodemo con la impactante invitación a nacer de nuevo; el encuentro con la samaritana en el pozo de Jacob con el diálogo impresionante en el que Jesús se dio a conocer y aquella mujer huidiza fue capaz de reconocerse como persona valiosa y capaz de comunicar buenas noticias; los encuentros con la adúltera, con el ciego de nacimiento o con Marta y María; el encuentro de aquella última cena donde el Señor se ciñe la toalla y se pone a la lavar los pies a los discípulos: el momento más solemne de la entrega extrema rubricado con el gesto más humilde que correspondía hacer a los esclavos; o los encuentros con el Señor resucitado en que da paz, misión y espíritu, mostrando las señales de la cruz.
Uno de esos encuentros con el Resucitado es particularmente especial, porque es el único en el que el Señor prepara la comida a los discípulos; en muchos come con ellos, pero este es el único en que cocina para ellos. Me refiero al pasaje de Juan 21, 1-17. Los discípulos salen a pescar para superar la tristeza, la frustración y el fracaso que les quema por dentro. Vuelven a lo de antes, a ver si así olvidan, pero entran en bucle, como tantas veces nos sucede a nosotros. En esa situación aparece Jesús y les pide que echen las redes al otro lado, tratando de que rompan el círculo cerrado y destructivo en que han entrado. Mientras tanto, va disponiendo todo para un encuentro de hospitalidad en la orilla: se desvive por sus abatidos discípulos, les prepara la comida, les pide que aporten lo que han pescado y crea ambiente de gratuidad y don para restablecer los vínculos y encomendar tareas. No viene pidiendo cuentas del pasado, sino activando un proceso de reconciliación para sanarlos. Eso significan las tres preguntas de Jesús a Pedro con las tres respuestas de este y las encomiendas de misión del Señor: un diálogo amoroso que es camino / proceso de restauración, tal como la Iglesia ha meditado a lo largo de los siglos.
Esos relatos de encuentro con el Crucificado-Resucitado plantean con claridad meridiana que a Jesús le podemos seguir encontrando personal y comunitariamente en los caminos de la vida. Así se hace particularmente patente en la segunda aparición del Resucitado a los discípulos, estando ya Tomás presente. Nos dice el Evangelio que Jesús se dirigió al incrédulo Tomás, diciéndole: «Aquí están mis manos, acerca tu dedo; trae tu mano y pálpame el costado». Y el empirista discípulo hizo esa exclamación que nos resuena muy dentro del corazón: «Señor mío y Dios mío», como la bienaventuranza con la que el Señor responde: «Dichosos los que crean en mí sin haber visto», es decir, los que se encuentren conmigo en la fe.
Esa bienaventuranza nos toca de lleno: podemos creer sin verle con los ojos de la carne, porque el Espíritu nos hace presente al Señor; porque el Espíritu nos recuerda lo que hizo y dijo, enseñándonos el sentido de sus gestos y la hondura de su mensaje; nos permite recorrer los pasos de la vida de Jesús y vivir sus misterios en la fe. Pero el Espíritu no se limita a hacernos presente el pasado de Jesús —ese pasado que ha quedado eternamente asumido por Cristo resucitado—, no se limita a recordar y enseñar lo que hizo, sino que nos abre al futuro de Jesús vivo, nos capacita para seguirle y nos incita incluso a abrir nuevas rutas en su nombre salvador, ante el cual toda rodilla se dobla y toda lengua proclama la gloria.
No dudemos de ello, porque son elocuentes las palabras del Maestro: «Mucho me queda por deciros, pero no podéis con tanto ahora; cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os irá guiando en la verdad completa, porque no hablará en su nombre, sino que comunicará lo que le digan y os interpretará lo que vaya viniendo. Él manifestará mi gloria» (Jn 16, 12-14). Con ello se nos enseña que la presencia del Espíritu en nosotros será creativa y que el Espíritu nos llevará más allá de donde hemos llegado, porque a Jesús le quedó mucho por decir. Eso será guiarnos en la verdad y a la verdad completa, no con una enseñanza diferente de la de Jesús, sino ayudándonos a encarnar su enseñanza (palabras y obras) en nuestras circunstancias históricas concretas. Ahí es precisamente donde tenemos que implorar al Espíritu divino como imaginación del mismo Cristo y fundamento de nuestra capacidad de discernir los signos de los tiempos, signos de Dios en medio de la experiencia humana.
Ante las cosas nuevas que vayan viniendo, el Espíritu es la fuerza configuradora que el Señor resucitado nos ha entregado para que podamos interpretarlas en nuestro aquí y ahora como lo haría Jesús. De algún modo, gracias al Espíritu discernimos nosotros y a la vez también Cristo discierne en y con nosotros, como hizo con los dos de Emaús, con María Magdalena o en aquella entrañable comida restauradora de vínculos y dadora de misión. El Espíritu se nos da continuamente para que en nuestra modestia y poquedad de vida ocupemos nuestro lugar en la historia con Jesús y como Jesús, siendo alter Christus, y afrontemos lo nuevo siendo creativamente fieles al Señor. ¡Feliz Pascua de Resurrección!