Con ocasión de su cumpleaños le regalamos a mi padre, enfermo de alzhéimer, un puzle apropiado para niños de unos 3 años. Estuvo bastante tiempo entretenido en encajar la última de sus cuatro grandes piezas. La daba vueltas y vueltas, pero no acababa de situarla correctamente. Yo le observaba. En uno de esos movimientos, y de forma casual, la pieza cayó en su lugar. Le miré. Me sorprendió la cara de felicidad que tenía.
Todos buscamos nuestro sitio en la vida. Responder a esa estremecedora pregunta que Dios nos hace: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9) y poder decir: «Donde me has pensado desde tu eterna bondad».
¿Por qué necesitamos encontrar nuestro lugar? Quizás intuimos que en ello radica nuestra felicidad. En la armonía que se percibe cuando hay adecuación entre nuestras aspiraciones y la posibilidad de su cumplimiento. Como ocurre en las orquestas cuando cada instrumento encuentra su momento de tocar.
No siempre es fácil ese descubrimiento. Damos vueltas como piezas de un puzle que caminan hacia su destino intentando encajar en sitios a veces muy altos que nos superan, otros muy pequeños que disminuyen nuestra dignidad.
De pronto llega una mañana, aparentemente como todas las demás pero muy diferente. Lo externo es igual, pero dentro ha ocurrido algo muy importante: «He descubierto mi sitio, mi sentido», con absoluta seguridad, aunque sin evidencias; y la existencia deja de ser casualidad, caos, confusión y oscuridad.
En esto tan sencillo puede consistir la felicidad: en habitar siempre en ese lugar en el que todo es bienaventuranza, paraíso terrenal porque obtenemos lo necesario para el desarrollo en plenitud de nuestra propia persona, «porque allí manda el Señor la bendición, la vida para siempre» (salmo 132).
Mi vida y la tuya se convierten así en historia de salvación, piezas encajadas que colman, con su propio contenido, todo el universo contribuyendo al terminado del puzle humano en su totalidad. Ojalá podamos siempre decir sí a nuestro lugar, sin miedo.