En prisión, con los mártires de El Escorial
Fray José López Ortiz, agustino, fallecido en 1992, fue un importante intelectual del siglo XX. Tras la guerra civil española, fue obispo de Tui-Vigo y vicario general Castrense. Su vida estuvo a punto de ser truncada, para convertirse en mártir, junto con casi todos sus hermanos de comunidad de El Escorial. Sus conocimientos de árabe le salvaron… y su sobrino, don César de Diego, ha querido narrar la historia de su tío para Alfa y Omega, para mantener vivo su recuerdo y el de todos sus compañeros
«Soy médico, jubilado, y tengo la fortuna de ser sobrino de fray José López Ortiz, obispo agustino, que se salvó de ser asesinado en Paracuellos del Jarama, como les sucedió a muchos otros de sus compañeros del monasterio de El Escorial, mártires, que serán beatificados el próximo mes de octubre en Roma». Con esta presentación, don César de Diego López llamó por teléfono a nuestra redacción, dispuesto a narrar su testimonio, por si «interesaba».
Con tan sólo doce años, en 1936, don César vivió una serie de acontecimientos que marcaron para siempre su vida, y los describe como si hubieran sucedido ayer: «Pensará usted —dice— que cómo un chico tan joven puede acordarse de estas cosas. Me habían envejecido prematuramente, porque habían matado a mi padre, nada más estallar la guerra. A esa edad, tienes el suficiente criterio para, si te dan dos palos de la categoría de los que nos dieron a nosotros, convertirte de repente en una persona mayor».
«Mi tío ingresó en el noviciado en 1918, le ordenaron sacerdote en 1922, y permaneció en el monasterio hasta el año 36 —recuerda don César—. Era uno de los hombres más cultos que había en España. Hablaba alemán, francés, inglés, italiano, arameo, árabe (ocho dialectos), y todo ello aprendido en El Escorial. Durante la República, por orden de su superior, obtuvo una cátedra de Historia del Derecho. Durante los estudios, coincidió en Zaragoza, donde iba a examinarse, con san Josemaría Escrivá, del que se hizo muy amigo. Mi tío fue, de hecho, uno de los confesores de san Josemaría —recuerda don César—, y de muchos de los que, entonces, estaban fundando la Obra».
«En el mismo año 1936 —explica don César—, los milicianos llegaron al monasterio de El Escorial, donde había más de cien frailes, y los retuvieron en uno de los patios del monasterio cerca de un mes, hasta que los trasladaron a Madrid. La mayoría fueron encarcelados en la prisión de San Antón, y otros fueron confinados en otra prisión. Estos últimos permanecieron con vida, pero los de San Antón fueron asesinados todos ellos en Paracuellos del Jarama.
Mi tío fue de los que habían sido llevados a San Antón, pero pudo salvar su vida gracias a que era un reconocido arabista, lo que llegó a oídos de algunas personalidades de la República, y fueron a buscarle a la cárcel. Allí le dijeron, oficialmente, que le quería ver el ministro de Educación. En el Ministerio, le plantearon que tenía que hacer propaganda, en árabe, en el Marruecos español y en el Marruecos francés. Le llevaron ante el ministro, y el ministro le dijo lo que quería, y mi tío, que iba con un pantalón, la correa de agustino por debajo, y en camisa, le dijo: Mire usted, yo así como estoy no puedo ni andar por la calle. El ministro abrió un cajón, y le dió 4.000 pesetas, que en aquella época era un dineral, y le dijo: Cómprese ropa, búsquese una pensión, y esta tarde recibirá usted instrucciones aquí. Mi tío le había dicho al padre Monedero, su superior, que no quería marcharse, que quería quedarse con su comunidad, y el superior le impuso como obligación que tenía que salvar la vida».
De esta manera, fray José López se escapó y salvó su vida. Una vez en la calle, se fue a casa de un arabista que le refugió. Y estuvo allí hasta primeros del año 37. Cuando vió que su situación era insostenible, pidió que le acogieran en la embajada de Rumanía, donde permaneció refugiado hasta el final de la Guerra Civil.
Allí, durante un par de años, fray José López sólo recibía las visitas de su sobrino César, quien, por ser un niño, tenía fácil acceso al edificio. Por ello, don César recuerda con claridad la vida dentro de la embajada: «Con mi tío convivían, en la misma habitación, un maestro de obras, un abogado famoso y el torero Nicanor Villalta. Recuerdo que sobre uno de los capotes de paseo de Nicanor Villalta era con lo que se adornaba el altar. Todos ellos vivían en una habitación enana, y pasaron un hambre tremenda… Pero no dejaron de tener cierta actividad cultural, dar conferencias, etc.».
Hasta su asesinato en Paracuellos del Jarama, una gran parte de la comunidad agustina de El Escorial convivió varios meses en la prisión de San Antón.
Don César de Diego López escuchó en ocasiones cómo su tío le describía la vida cotidiana allí, con los demás hermanos agustinos: «Daban verdadero ejemplo de lo que era un sacerdote, y de lo que era la fe religiosa. Hacían sus justas poéticas, hacían concursos de poesía, y se daban clases unos a otros. El que sabía árabe seguía dando clase con el alumno allí mismo. Hacían su vida de apostolado, naturalmente, entre todos los demás presos, y no se preocupaban nada más que de estar alegres. Vivían casi como en Comunidad».