En monopatín hacia el martirio
Joaquín Echeverría ha presentado este martes un libro sobre su hijo, el héroe del monopatín, con el que aspira a espolear la generosidad y la bondad de la gente joven. Además, está recopilando pruebas para una posible apertura de la causa de canonización de Ignacio por la vía del martirio de la caridad
Diez días antes de ser asesinado a cuchilladas, Ignacio Echeverría se encontraba en España celebrando su cumpleaños junto a su familia. «En la conversación, salieron a relucir los atentados terroristas de las últimas semanas en Inglaterra. Él dijo que si hubiera estado allí, el policía asesinado estaría vivo porque hubiera salido en su defensa. Alguien le contestó que entonces quizás hubiera muerto él, pero no le dio mayor importancia», recuerda su padre, Joaquín Echeverría, que acaba de publicar el libro Así era mi hijo Ignacio, el héroe del monopatín (JdeJ Editores). «Pero sus palabras no eran una fanfarronada. Él era así, era parte de su esencia. Luchaba contra las injusticias, ayudaba a quien lo necesitaba, solía defender a quienes estaban siendo agredidos o vejados. Él hacía lo que creía que debía hacer para resolver situaciones que creía que no debían ocurrir», añade el progenitor en conversación con Alfa y Omega. Terminado el festejo familiar, Ignacio volvió a Londres y un 3 de junio de 2017 encontró la muerte, monopatín en mano, precisamente tratando de salvar la vida de una mujer y un policía que estaban siendo atacados por tres yihadistas.
Esta forma de morir le valió a Ignacio el apelativo de el héroe del monopatín y, en ella, la Iglesia católica ha visto un posible caso representativo de la tercera vía hacia la santidad creada por el Papa Francisco apenas un mes después de la muerte del joven español: «Son dignos de especial consideración y honor aquellos cristianos que, siguiendo más de cerca las huellas y las enseñanzas del Señor Jesús, han ofrecido voluntaria y libremente su vida por los demás y han perseverado hasta la muerte en este propósito», se lee en el documento papal que establece el martirio de la caridad. «Monseñor Martínez Camino [obispo auxiliar de Madrid] ha dicho en varias ocasiones que están pensando en abrir su causa de canonización y me han pedido que escriba una relación de testimonios sobre la singularidad de la vida de mi hijo, sobre todo de los aspectos religiosos», confirma el autor del libro.
Una vida más notable que su muerte
Pero más que para ver el tapiz de su hijo colgado de la basílica de San Pedro, Joaquín Echeverría ha puesto su vida por escrito con otras aspiraciones: «Ojalá su ejemplo sirviera para que la gente joven valore su generosidad y tratara de practicarla […]. Tal vez la acción de Ignacio era necesaria. Su ejemplo ha sido un testimonio que todos necesitábamos, y por ello, a veces siento que Ignacio fue un instrumento para apoyar la fe de algunos, tal vez de muchos, entre los que me incluyo».
Sin embargo, Echeverría padre es consciente de que a todos «no se nos puede pedir que nos sacrifiquemos hasta unos límites que únicamente pueden alcanzar algunos». Por eso, el libro no solo relata la heroica muerte de su hijo, sino, sobre todo, cómo vivió. «Estoy convencido de que Dios te ha usado para presentar un ejemplo de vida de una persona que, viviendo en un ambiente normal en la calle, resististe las tentaciones de los espejismo que ofrece en ocasiones la vida», le escribe el padre al hijo al comienzo de la obra. «Dios supo darnos una muestra de ti con esa acción que era necesaria para que nos fijáramos en tu día a día, que fue si cabe más notable que la acción de valor que asombró a muchos».
Sin genética de héroe
En su vida cotidiana, según su padre, Echeve era muy normal y corriente, bondadoso, más bien tímido y no destacaba ni en los estudios ni en lo social. «No tenía una genética que le predispusiera para ser un héroe o para sobresalir. Todo lo que consiguió, se lo trabajó con esfuerzo y eso es algo que puede hacer todo el mundo», asegura Joaquín.
Pero si Ignacio terminó muriendo de la forma heroica que lo hizo, es porque había entrenado su corazón para preocuparse de forma desmedida por los demás. Como ejemplo, Joaquín se vuelve a remontar a la misma noche de la muerte de su hijo: «Ignacio llevaba en su bicicleta una pizarra de grandes dimensiones que había recogido por la calle y que pensaba regalársela a su sobrina Lucía. Esa noche iba a cenar con sus amigos y estaba dispuesto a aguantar toda la noche por ahí con la pizarra solo porque pensaba que le podría gustar».
Luego pasó lo que pasó, y en el tanatorio la familia fue testigo de otro retazo de la bondad de Ignacio. Allí apareció un legionario que colocó sobre el féretro una de sus condecoraciones en reconocimiento a la ayuda que el joven había prestado a su hijo en un mal momento. «Se pasó muchas tardes en casa de estos señores, charlando con su hijo, y también se lo llevaba de paseo a los ambientes de skate con sus amigos para que se divirtiera».
Entre otros muchos, Ignacio también consiguió sacar del pozo a un joven marroquí que, al igual que el legionario, se presentó en el tanatorio de Las Rozas. «Había conocido a mi hijo patinando en Londres. Nos contó que, durante una larga temporada, tuvo que estar solo en el hospital pues no tenía a nadie que se preocupara por él. Ignacio se pasó muchas tardes después de salir del trabajo haciéndole compañía y quitando tiempo a su ocio. Creo que esa buena obra de mi hijo no nace exclusivamente de su bondad innata, sino también de un deseo de perfeccionar su espíritu, de alcanzar la bondad». «Pienso que aquello que le caracterizaba —concluye Joaquín— es que deseaba ser bueno».