En la cruz está la vida - Alfa y Omega

En la cruz está la vida

Domingo de la 4ª semana de Cuaresma / Juan 3, 14-21

Jesús Úbeda Moreno
'Cristo y Nicodemo'. Frans Francken el Joven. Kunsthistorisches Museum, Viena (Austria).
Cristo y Nicodemo. Frans Francken el Joven. Kunsthistorisches Museum, Viena (Austria).

Evangelio: Juan 3, 14-21

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:

«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.

Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.

Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.

Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.

En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».

Comentario

El Evangelio de este domingo hace referencia al relato de las serpientes durante la travesía del pueblo de Israel por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Nm 21, 4-9). La forma de vivir la experiencia en el desierto se convierte para el pueblo de Dios en un veneno mortal. Cuando no vivimos en el reconocimiento agradecido de la voluntad de Dios y en la confianza en su providencia, todo se vuelve contra nosotros. El ser humano está hecho para la alabanza y no para la quejabanza. En el fondo, el pasaje nos muestra todas esas situaciones de nuestros desiertos particulares en las que no encontramos un sentido y que nos envenenan.

Moisés intercede ante Dios urgido por la petición del pueblo, que le ruega que haga de mediador para que Dios aparte de ellos a las serpientes. Es muy sorprendente la respuesta de Dios. En sentido estricto, no responde a la petición de apartar a las serpientes, sino que Dios le pide a Moisés que haga una serpiente de bronce y la coloque en un estandarte, para que todo el que la mire quede curado de la mordedura de la serpiente. La respuesta de Dios nos ayuda a entender que esas situaciones forman parte de la vida, pero las podemos vivir de un modo más humano, es decir, en relación con Él. El hecho de que la salvación de la mordedura de serpiente sea precisamente mirando una serpiente nos muestra una posibilidad nueva de vivir aquello que queremos que Dios aparte de nosotros. A veces pedimos a Dios que cambie nuestra situación sin saber que precisamente esa situación es la que nos puede cambiar. Esto es lo que ha hecho Jesús en la cruz, convertir una situación de muerte en un lugar de vida. La promesa que Dios nos hace es poder vivir todas esas situaciones de desierto y muerte como el lugar privilegiado donde nazca la vida. Son esas circunstancias en las que nos vemos superados absolutamente, en las que hemos puesto el cartel de imposible, las que se pueden convertir en ocasión de crecimiento de la fe y, por tanto, de la confianza en la fuerza salvadora de Dios y en su poder infinito. Participando de la fuerza de la cruz, contemplando cómo Cristo abraza la cruz, nos permite poder abrazar la nuestra y así poder experimentar cómo la vida se abre paso en ese madero abrupto haciendo florecer la fe. Cuando la respuesta a una situación de dificultad puede ser más o menos solucionada por nuestras fuerzas —aunque sea un ejemplo claro de ilusionismo—, siempre nos queda la duda de si fue por Dios o por nuestros méritos, pero cuando reconocemos nuestra total impotencia y aun así lo vivimos con sentido y significado, con esa leticia inconfundible que no nace de nuestra capacidad, no hay lugar para la duda razonable y por eso tiene un valor insustituible para la generación de una fe adulta y madura. Así se acrisola la autenticidad de la fe, que es más preciosa que el oro que, aunque es perecedero, se aquilata en el fuego (cf. 1 P 1, 7). Aunque siempre exista el vértigo y la incertidumbre por lo que pueda suceder en nuestras vidas, ya no hay miedo, porque el miedo te paraliza. Y por eso «nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 3-5).