En Groza el luto te mira desde la puerta del patio
Medio pueblo había ido al velatorio de Andriy. Un misil ruso acabó con el silencio y con las vidas de 51 personas, entre ellas un niño de 8 años. «Antes plantábamos flores, ahora cavamos tumbas juntos», dice un vecino
—¿Tenéis hambre?
Sin esperar respuesta, Olga corta el pato que había preparado para la cena de su familia. «Es todo nuestro. La comida nos la da la tierra. Antes hacer esto compatible con el trabajo era difícil, pero cuando empezó la invasión, simplemente no había dónde trabajar», explica la mujer, de unos 50 años, mientras ordena a su hijo que busque la ropa que más abriga para regalar a los invitados. Diez minutos antes, su hermano y su mujer nos habían recogido en el puesto de control por el que deambulábamos desde el cementerio con la esperanza de entrar en calor y pedir té a los soldados. El único argumento para llevar a dos personas desconocidas a su casa es que «en Ucrania no se deja a la gente en una situación crítica».
El pequeño cementerio del pueblecito de Groza, al noreste del país, se ha convertido en un punto de encuentro de periodistas. El fuerte viento frío hiela hasta los huesos. Los escasos rayos de sol intentan abrirse paso, pero ni siquiera al clima le parece apropiado alegrarse de esta situación. El cielo, cubierto de nubes pesadas y oscuras, mira con tristeza el trabajo de los lugareños, que siguen haciendo zanjas para enterrar a vecinos y familiares a pesar del frío y la lluvia. «Antes plantábamos flores, pero ahora cavamos tumbas juntos», dice uno de ellos. No todos los cadáveres salen de la morgue a la vez, por lo que un día aquí se convierte en una larga procesión de entierros. «Aléjense, por favor», espeta el hombre a los periodistas. «¿Qué más quieren filmar? El mundo entero ya sabe que estamos de luto». Esta familia está enterrando a Tetiana, que tenía 53 años, y a la mujer de su hijo, que murió con ella.
Un buen almuerzo y té caliente hacen maravillas. Tras hablar de los largos meses de ocupación, de la difícil situación en el frente de Kupiansk, a 40 kilómetros del pueblo, donde «los rusos disparan 200 tiros y los nuestros uno», y de la situación económica tan extrema, la conversación gira hacia un tema ya ineludible. Un ataque ruso contra la localidad, el pasado jueves, causó la muerte de al menos 51 personas, entre ellas un niño de 8 años. Las víctimas estaban asistiendo al velatorio de un vecino. El Ministerio de Defensa ucraniano declaró que no había objetivos militares en la zona, solo civiles.
Por eso, la biografía de la familia Kozyr, de la calle vecina, es ahora conocida mundialmente. Alina y Andriy, junto a sus hijos adultos, vivían en Polonia en el momento de la invasión. Cuando estalló la guerra, Andriy y su hijo Denys regresaron a casa para alistarse en el Ejército. Andriy no estuvo mucho tiempo; murió en las batallas por la vecina región de Lugansk. No pudieron enterrarlo en casa debido a la ocupación rusa. Pero cuando Denys dejó el Ejército y se casó, decidieron llevarse el cuerpo de su padre y volver a enterrarlo en su pueblo natal.
—Estaba sentado en la cocina tomando té con mis vecinos cuando oí la explosión. Cuando llegué vi los cadáveres. Conocíamos a todos los muertos. Crecimos con ellos. Familias enteras murieron.
—También había allí un niño que tenía la misma edad que mi hijo [interrumpe otra Olga, la mujer de su hermano].
Vanya, de 8 años, murió junto a su padre, y su madre lucha ahora por vivir en la unidad de cuidados intensivos. En el cementerio se están cavando nuevas tumbas para 52 personas, es decir, una séptima parte del pueblo. Los que milagrosamente tuvieron la suerte de seguir con vida todavía no pueden creerlo. Algunos llegaron tarde, otros no pudieron ir al velatorio. Los familiares de Olga son de los pocos afortunados que no enterrarán a sus seres queridos esta semana.
«Un día terrible», comenta Valentina, otra vecina que lleva dos días tomando pastillas para el corazón. La onda expansiva destrozó su modesta casa. Ahora recoge los pedazos de su tejado y no para de llorar. «Habían pasado unos minutos desde la tragedia. Unas mujeres que conocía salieron corriendo y cayeron de rodillas ante los escombros. Estaban llorando. Así me di cuenta de que mi vecina y su hermana habían muerto».
Olga tiene miedo de salir de casa. Pero no por los bombardeos. Antes solía hacer visitas a sus vecinos. Ahora no se atreve a afrontar su dolor. Después de hojear las páginas de su teléfono, me enseña fotos de gente sonriente. «Nuestros amigos. Han muerto. Solo queda su madre y fuimos a verla. Es la única a la que hemos visitado, porque ahora está sola».
—Dicen que fue uno de los aldeanos quien indicó el sitio y la hora a los rusos.
—Los servicios especiales han revisado nuestros teléfonos, pero no me lo creo. Cómo puede ser… No. Nadie podría hacer esto. Nos conocemos todos aquí. ¿Cómo luego podría vivir con uno mismo?
Olga mueve la cabeza en señal de negación; ni siquiera se permite pensar que alguien en el pueblo sea capaz de cometer un crimen tan terrible. En la calle Samarska el luto te mira desde la puerta abierta de uno de los patios. Las mujeres del pueblo, con crisantemos en la mano, se abalanzan hacia esa puerta. Solo el fuerte ladrido de un perro parece proteger la intimidad del momento de invitados no deseados.
En la calle Zelena, frente a las ruinas de una cafetería, mujeres con pañuelos negros en la cabeza y vestidas con velas se reúnen en torno a un ataúd para llorar a alguien de su familia. Hermano, hermana, esposa, padres… Hay grandes coronas de flores en los patios esperando la llegada de nuevos cuerpos.
Un camión azul atraviesa lentamente el centro de la ciudad con dos ataúdes. Detrás va una procesión no muy larga de varias personas con retratos, velas y flores. La gente camina casi siempre en silencio. Se oyen sollozos y el aullido del viento.
«Abran el ataúd, déjenle respirar», pide una mujer con la cara roja e hinchada en el cementerio, mientras el sacerdote se pone los ornamentos y se dispone a leer las últimas oraciones. El segundo ataúd no se abre, no está permitido. Los cuerpos están en un estado terrible debido a la explosión y a los incendios.
A pesar de que los residentes hablan mayoritariamente ucraniano, las oraciones son todas en ruso. Unos cuantos rezos, una ola de incensarios y dos víctimas más del terrible crimen desaparecen bajo la tierra, dejando a sus familias entre lágrimas. En algún lugar del pueblo vecino de Shevchenkove suena una sirena anunciando un nuevo ataque y recordándonos que la guerra continúa. Solo nos queda esperar a que nuestra sirena suene a tiempo y tengamos unos segundos para escondernos, que lleguemos cinco minutos tarde y que la próxima vez, bajo las sábanas blancas, no encontremos rostros queridos.