En el funeral por Juan Pablo II, entre los peregrinos: ¡Gracias, amigo mío! - Alfa y Omega

En el funeral por Juan Pablo II, entre los peregrinos: ¡Gracias, amigo mío!

Las siguientes páginas están escritas con el corazón abierto. Narran los días que me tocó vivir en Roma, junto a los cuatro millones de peregrinos que quisimos despedirnos por última vez de Juan Pablo II. Es la crónica de una despedida anunciada desde hace mucho tiempo, pero que, cuando ha llegado, nos ha hecho darnos cuenta de esta gran pérdida

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
La sencilla lápida, de mármol blanco, en el mismo lugar donde estuvo sepultado Juan XXIII.

El rompehuesos Madrid-Santander atraviesa la noche del miércoles al jueves con un traqueteo de esperanza, como si abandonase para siempre una vía muerta y tomase un destino cualquiera, no importa cuál. Al llegar a Santander, la estación de tren amanece brumosa, con el color de los viajes que sabes a dónde te llevan, pero no lo que te espera. En la televisión de una cafetería cercana, el informativo muestra una Roma superpoblada, casi inverosímil. Cuando la cámara se acerca, la ilusión ocupa toda la pantalla, y en la mente se instala la perplejidad: «¿Cómo es posible que haya tantas personas que quieran ir a Roma a despedirse del Papa?». A mi lado, una pareja con la que vine en el tren observa las imágenes; él se muestra atónito. «¿Vais a Roma? Yo también –dije–; va a ser una locura, pero seguro que merece la pena». En ocasiones, la voluntad se encarga de calmar a un corazón tan cargado de incertidumbre como esta brumosa mañana del Cantábrico.

Cuando me ofrecieron la posibilidad de ir al funeral de Juan Pablo II, las imágenes de televisión sólo prometían calor y multitudes. Los vuelos directos desde Madrid se hacían imposibles; la alternativa era volar desde Santander hasta el aeropuerto romano de Ciampino. Antes de salir, el periódico anunciaba que el 40 % de los vuelos con destino Roma deberían ser cancelados para dejar lugar a las delegaciones oficiales que deberían llegar a la Cuidad Eterna desde todas partes del mundo. También decía que los peregrinos se contaban ya por millones –hasta cuatro, en la tarde del miércoles–. A medida que avanzaba la mañana, la incertidumbre dejó paso a la curiosidad: «¿Cómo puede ser posible todo esto…?». Lo más parecido a semejante concentración humana en la que he estado ha sido la Jornada Mundial de la Juventud del año 2000, también en Roma. Allí estuvimos sólo dos millones de jóvenes. Y claro, también estaba el Papa más joven que haya podido haber nunca.

Recién llegado al aeropuerto nos anuncian que el vuelo saldrá con retraso. Por la terminal paseamos aturdidos peregrinos y viajeros. En la sala de espera escucho algunos comentarios: «A mí no me parece bien cómo viven… Mucho lujo… ¡Hay que ver lo que se gastó en Asturias cuando vino el Papa!… ¿No echó Jesús a la gente que abarrotaba el templo?». Verdaderamente –pienso–, hay gente a la que le sienta muy mal que se retrase su avión. Miguel, un estudiante de Empresariales, de Gijón, me dice que «quizá ahora, con todo lo que está pasando, tengo más conciencia de lo que, no sólo Juan Pablo II, sino cualquier Papa, significa para nosotros. A mí este Papa siempre me ha parecido muy cercano a los jóvenes; tenía muy presente a Cristo y quería comunicarlo a cualquier ser humano sobre la faz de la tierra. Con el sufrimiento que mostraron las últimas imágenes, él encarnó a la propia persona de Cristo para hacérselo ver a todo el mundo». La familia González Alonso, de Pamplona, también coge el mismo vuelo: «Venimos seis personas, desde Pamplona, a ver a un hijo nuestro que está estudiando en Roma, y ha coincidido con la muerte del Papa. Venimos también a rezar y a darle gracias al Papa, aunque ya sabemos que no podremos ni siquiera acercarnos a San Pedro. Venimos a sumarnos a toda la gente que ya está allí».

Así quedó enterrado el cuerpo de Juan Pablo II.

Gente de paz

Veintidós horas después de salir de mi casa, en Madrid, llego a la Casa de las Misioneras de María Inmaculada, en Roma, muy cerca del Vaticano. La hermana Pilar, de Zaragoza, cincuenta años en religión, me recibe con la calma de quien está acostumbrado a vivir acontecimientos fuertes, pero que siempre ha salido adelante. Seguro que los conserjes de muchos hoteles de la ciudad no tienen ni la mitad de paz que ella. Después de ducharme y comer algo, salgo con la intención de pasar la noche –la víspera del funeral– en las calles de Roma, respirando el ambiente que hay. Me dicen que a las seis de la mañana abrirán la Plaza de San Pedro y la Vía della Conciliazione para los peregrinos. Veremos… La primera impresión que me llevo de Roma es la de una ciudad tomada: policías por todas partes, sirenas abriendo paso a coches oficiales, helicópteros sobrevolando las calles… Pero lo que más me llama la atención es un cartel que aparece por todas partes: es una foto del Papa, ya mayor, llevando con fuerza el báculo con el Crucifijo, y defendiéndose del viento. En la parte inferior, dos palabras: A Dío, así, separado; como si el Adiós se tornase en un Hacia Dios vas.

Sigo caminando. Descubro sorprendido cómo, a las nueve de la noche, no me resulta difícil llegar a la columnata de Bernini por el lado sur. En las aceras se acumula la gente en sacos de dormir; de aquí a allá, los peregrinos han ido encendiendo velas que toman el testigo de aquellos a los que vencen el cansancio y el sueño. Algunos rezan el Rosario, otros cantan… En la Plaza se llevan a cabo los preparativos de la ceremonia de mañana, y suena una música melodramática, recogiendo el ambiente general. Me voy acercando más y más a la Vía della Conciliazione; muchos policías y soldados; cada vez más gente: echada en el suelo, durmiendo, o caminando junto a mí. Pronto llego a un punto de no retorno y decido salir. Casi no lo consigo. Caminar me cuesta más que antes, pero al final logro salir. Decido seguir caminando y voy hacia la Plaza del Risorgimento y el Castillo de Sant’Angello. Por el camino recojo el testimonio de unos chicos de Madrid que tienen más ganas de diversión que de dormir. También me acerco a dos señoras de mediana edad y les pregunto qué significa el Papa para ellas. Lo intento con el inglés, pero me responden en alemán, y asienten sonriendo, como si las entendiera; aunque no sé nada de alemán, las entiendo perfectamente.

A los pies del Castillo de Sant’Angello extiendo la esterilla y me tapo con una manta; es la una de la noche y estoy cansado. Pienso en todos aquellos que tienen que dormir en la calle todos los días. Frente a mí, la Vía della Conciliazione; quedan cinco horas para que la abran a la gente, y todos los que estamos aquí tenemos el mismo pensamiento: estar lo más cerca posible del Papa, de la celebración, de lo que sea…, simplemente estar. No te vayas todavía.

Detalle del cartel del adiós de Roma.

Ahora venís a mí

Me levanto a las seis menos diez, después de un duermevela reparador, pero con el frío húmedo de Roma clavado en los huesos. Desayuno algo y me pongo a andar, pero no sé dónde ir. Aún falta un rato para el amanecer y las calles están llenas de gente. Los accesos que se suponen que abrirán en un rato para acceder a la Vía della Conciliazione están colapsados. La gente silba y grita, nerviosa. A lo lejos veo algunas pantallas gigantes para seguir la celebración, pero me parecen totalmente insuficientes para toda la gente que hay aquí. Veo, al pasar, que ya han impreso camisetas con las últimas palabras del Papa a los jóvenes: Os he buscado; ahora vosotros venís a mí. Os doy las gracias. La expectación es impresionante; por todas partes hay banderas de multitud de países, sobre todo de España y Polonia. Los peregrinos cantan por grupos. Una comunidad de monjes carmelitas entona la salmodia de Laudes; hay velas encendidas por todas partes. Veo que abren el acceso al lugar de la celebración por un puente cercano. Decido aventurarme y llego enseguida a la Vía della Conciliazione. Son las seis y media. Camino un poco más y, de repente, no se puede avanzar más. Logro sentarme en un lugar mínimo, frente a una pantalla de televisión. Me considero muy afortunado.

La oración, junto al Obelisco de la Plaza de San Pedro.

A Dios

Las siete y media. Me impresiona el pensamiento de que la mayor concentración humana de la Historia sea para celebrar el funeral y entierro de una persona que acaba de morir. Y me impacta más todavía que este motivo se vea acompañado de una sensación general de alegría. Aún no he visto a nadie llorar. Es verdad que, tras saberse la noticia del fallecimiento del Papa, las cámaras mostraban muchos rostros en lágrimas, pero la sensación que tengo hoy, unos días más tarde, es la de estar participando en una fiesta. Es como una Vigilia Pascual: pasar la noche en vela esperando la resurrección, la vida y el sol de la mañana. Estoy contento de que el Señor haya llamado al Papa el segundo Domingo de Pascua, una fecha marcada por el perdón y la alegría. Es lo que estoy viviendo aquí, en el Vaticano. Junto a mí, un señor polaco bromea con un italiano y le dice que se siente, que no ve la pantalla. La petición es absurda, porque quien no se ha sentado ya es imposible que pueda hacerlo, dada la gente que hay. El italiano le contesta, entre risas, que no le entiende, que, ya que está en Italia, le hable en italiano. Hay un buen ambiente. En las pantallas se muestran imágenes de distintas Jornadas Mundiales de la Juventud, con un Papa sonriente y contento, tal como creo que está ahora. Oigo gritos, música y guitarras; a mi lado, un grupo de chicas de Palermo reza el Rosario. Detrás, una monja deja un momento de desgranar las cuentas del suyo y bromea con una Hermana.

Pasan las horas. Cuando las pantallas muestran el momento en el que el Papa fue llevado de la Capilla Clementina a la basílica de San Pedro, todos rompemos a aplaudir durante varios minutos. Mientras pasa todo cuando veo el ambiente que hay aquí, pienso que nunca más se podrá celebrar un funeral con tristeza. El Adiós es un A Dios. Los que estamos aquí celebramos la vida terrena de Juan Pablo II, y también su vida eterna para siempre en Dios. Me cuesta mucho pensar que pueda haber alguien triste hoy en la Iglesia.

Desde el cielo

¡Viva el Papa! ¡Ésta es la juventud del Papa! La verdad es que predominan los jóvenes. Tengo la sensación de estar en una Jornada Mundial de la Juventud. En las pantallas aparece la imagen del secretario del Papa, monseñor Stanislaw Dzwisz; le pregunto al polaco de antes cómo se pronuncia en polaco; me lo dice y él me enseña un rosario que le regaló el Papa hace 19 años. Lo recuerda con cariño, emocionado.

Comienza la misa. Cada vez que enfocan el ataúd, la gente rompe en aplausos. El cardenal Ratzinger tiene que interrumpir varias veces su homilía porque el ímpetu de la gente ahoga sus palabras. Al final, dice que el Papa está ahora mismo dándonos su bendición desde el cielo, como hace unos pocos días hizo, ya muy enfermo, desde las ventanas del Vaticano. Varios de nosotros miramos hacia el cielo y comprobamos que es cierto.

Cada vez que las cámaras enfocan el féretro, se renuevan los aplausos. Al acabar la celebración, no podemos dejar de aplaudir, con mucha más fuerza cuando aparecen las pancartas que rezan: Santo súbito (Santo ya). Empieza la procesión de salida de los cardenales, hacia la basílica. A mi alrededor no se mueve nadie. Seguimos aplaudiendo. Cuando levantan al Papa para llevárselo, se me caen las lágrimas. Los que lo llevan lo muestran por un momento a la gente. Seguimos aplaudiendo, cada vez con más fuerza. Finalmente, lo meten dentro. ¡Qué negra parece la basílica por dentro, qué negra la muerte! Nadie se mueve a mi lado; estamos en silencio, mirando una pantalla que ya no muestra nada. Oigo a las chicas de Palermo llorar. Todo ha terminado. Alguien grita: ¡Viva el Papa! Nadie responde. Las campanas doblan a muerte y vacío. En las pantallas, un consejo: Abandonen San Pedro ordenadamente. Empezamos a recoger nuestras cosas. El polaco y yo cruzamos varias veces la mirada sin vernos; finalmente, nos estrechamos la mano con fuerza; sus ojos empañados son también los míos. Ciao. Adiós. Hasta siempre. Creo que es uno de los momentos más tristes de mi vida; me invade una sensación de desamparo. Somos cuatro millones de personas un poco más solas. Ya se ha ido. Una mujer se da la vuelta y manda un beso hacia la puerta de San Pedro. A veces la fe es así de oscura. Silencio. Abandonamos San Pedro ordenadamente.

Fieles siguen el funeral de Juan Pablo II a través de una de las pantallas gigantes instaladas en las calles de Roma.

Amigo de Dios, amigo mío

Me habría gustado acabar esta crónica con unas palabras de esperanza, de resurrección, de vida, pero la bruma con la que comenzaba mi viaje no se ha disipado todavía; se ha hecho más espesa y más nítida. De vuelta a la habitación, la hermana Pilar me dice: «Casi no te reconozco». Ha sido una noche dura, y la mañana no ha traído el sol. Después de descansar un poco, me pongo a rezar para sacudirme este sabor amargo, para saberme que no estoy solo; pido al Señor por el Papa y les pido a ambos por todas las personas que conozco. No sabría hacer otra cosa. Es verdad que tenemos un santo en el cielo, pero ¿dónde hay en la tierra otro como él? ¿Otro a quien mirar y, mirándole, decir: Yo también quiero ser amigo de Dios? Me vienen a la mente sus palabras en la Plaza de Colón, de Madrid, el 4 de mayo de 2003: Se puede ser moderno y profundamente fiel a Jesucristo. Hoy empiezo a caminar de nuevo. ¡Gracias, Juan Pablo; gracias, amigo mío!

Él ha estado siempre con nosotros

Hemos venido para ver al Papa, porque nos cae bien y queremos verle por última vez. Queremos sentir el corazón de los cristianos. Es una persona increíble, muy especial, que ha movido a mucha gente. La última vez que vino a España no pude ir a verle porque estaba enfermo, y he querido aprovechar esta oportunidad para verle por última vez. Nosotros estamos aquí porque él ha estado siempre con nosotros y nosotros queremos estar ahora con él.

Familia y juventud misionera
Colegio Everest

Sus últimos días me han conmovido

Este Papa ha reunido a muchos jóvenes. Seguramente nos dará bastantes gracias desde el cielo. Es una gran figura de la que tomar ejemplo, sobre todo con su enfermedad. Para mí es una gran imagen; estoy muy emocionada. Su vida en sus últimos días me ha conmovido profundamente.

Stefanía y Carolina
Palermo

Siempre en nuestros corazones

Yo nací en 1982, el Papa ya estaba allí. Estuve triste cuando supe que el Papa había muerto, pero en el funeral me sentí feliz. Todos deberíamos saber que las personas nunca mueren. Ahora lo que tenemos que hacer es recordar lo que nos dijo, y llevarlo a la práctica. Un filósofo polaco dijo hace años que el trabajo del Papa comenzaría verdaderamente cuando muriese. El Papa estará siempre en nuestros corazones.

Tommy y Peter
Polonia