En el centro del horror
Benedicto XVI dejó para el final de su viaje a Polonia el momento más difícil de la visita, con el que quiso lanzar un mensaje fuerte y claro a la Iglesia y al mundo: en la tarde del domingo, 28 de mayo, el Papa alemán atravesó el umbral del campo de concentración de Auschwitz, símbolo por antonomasia del horror nazi. Reproducimos parte de su discurso, en el que se puede distinguir claramente su pluma:
Tomar la palabra en este lugar de horror, de crímenes contra Dios y contra el hombre, sin parangón en la Historia, es casi imposible, y es particularmente difícil y oprimente para un cristiano, para un Papa que procede de Alemania. En un lugar como éste faltan las palabras; en el fondo, sólo hay espacio para un atónito silencio, un silencio que es un grito interior hacia Dios: ¿por qué te callaste? ¿Por qué has querido tolerar todo esto?
Era, y es, un deber ante la verdad y ante el derecho de quienes sufrieron, un deber ante Dios, el venir aquí como sucesor de Juan Pablo II y como hijo del pueblo alemán, hijo de ese pueblo del que tomó el poder un grupo de criminales con promesas mentirosas, en nombre de perspectivas de grandeza, de recuperación del honor de la nación o de su importancia, con previsiones de bienestar e incluso con la fuerza del terror y la amenaza. De este modo, nuestro pueblo pudo ser usado y abusado como instrumento de su manía de destrucción y dominio.
¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿Por qué se calló? No podemos escrutar el secreto de Dios, sólo vemos fragmentos y nos equivocamos cuando nos queremos convertirnos en jueces de Dios y de la Historia.
Adoptemos la misma actitud con Dios que manifiesta el pueblo judío en los Salmos cuando implora: «¡Despierta! ¡No te olvides de tu criatura, el hombre!» Nuestro grito, dirigido a Dios, tiene que ser al mismo tiempo un grito que penetra en nuestro mismo corazón para que despierte en nosotros la presencia escondida de Dios, para que el poder que ha depositado en nuestros corazones no quede cubierto o sofocado en nosotros por el fango del egoísmo, por el miedo de los hombres, por la indiferencia y el oportunismo.
Es particularmente necesario elevar este grito a Dios en nuestro momento actual, en el que parecen surgir nuevamente en los corazones de los hombres todas las fuerzas oscuras: por una parte, el abuso del nombre de Dios para justificar una violencia ciega contra personas inocentes; y por otra, el cinismo que no reconoce a Dios y que escarnece la fe en Él. Gritamos a Dios para que lleve a los hombres a arrepentirse y a reconocer que la violencia no crea paz, sino que más bien suscita más violencia, un círculo de destrucción en el que a fin de cuentas todos pierden.